No hace tanto, el Barça viajaba a Mestalla para ser humillado de forma rutinaria por un equipo que tiraba contragolpes de la mano de Mendieta y el Piojo López. En el epílogo de la era Rijkaard, el Valencia, equipo antipático por excelencia, grada barçófoba, merengona, gritona y analfabeta, nos echaba de una final con la potra com principal aliado. Hace unos meses, nos llevamos de Emery un nuevo baño táctico en un partido donde pudimos ser goleados.
El empate de anoche no debería parecer malo. Por fin hemos aprendido la forma de jugarle a un equipo que, como el Espanyol, se ha convertido en el principal aliado de La Banda. Que rozamos otra final, que bastará con ganar en el Camp Nou. Pero sin embargo, la culerada sigue mosca. Ya no por la desvergonzada campaña de la Central Lechera con los árbitros; tampoco por esos siete puntos de sutura en nuestro orgullo de campeones de todo.
Lo que perturba al personal es esa extraña sensación de que no hay manera. Messi fallando penaltis. Alexis fracasando por partida doble solo ante el portero. La de Alves al palo. Infinidad de contragolpes mal llevados. Detrás de expresiones infantiles como «mala suerte» o franquistas como «los imponderables» se esconden otras cuestiones. Dejes de autocomplacencia. La seguridad de saberse superior a todos antes de jugar. Una imagen asaltaba la cabeza de este cavernícola a cada ocasión fallada durante el partido de ayer: las celebraciones de los goles de Abidal y Alves en cuartos de final. Infamia. Ese baile, esa estupidez, demuestra que algunos jugadores ya ni siquiera valoran como se merece el clímax futbolístico: el gol, la victoria. Lo han vulgarizado. Hace demasiado que ganan, y ganan, y ganan.
Aquí somos comprensivos con las leyes de lo humano, con los límites de la voracidad. Pero no hagamos el ridículo, no hablemos de la suerte. Miremos el hambre, tratemos de volver a disfrutar de verdad de la victoria. Para danzar ya está el Doctor Cumbia.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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