A menudo uno acude a determinadas páginas para encontrar consuelo y fe. Si éste fuera su caso, me disculpo de antemano. No caeremos aquí en fanatismos catetos y ridículos como el engendro aquel de la Cofradía del Clavo Ardiendo, impulsada por dos seres cuya simple existencia explica España.
Sí les puedo confesar mi convencimiento de que La Banda perderá de aquí a final de temporada más de esos siete puntos en que aventaja al Barça. Recordemos que su preparación física les llevó a estar a tope para la Supercopa de España, en algún momento el rendimiento caerá. A ello se une el peso de un vestuario desgastado -eso son puntos que vuelan- y una cuota de suerte a favor que, tarde o temprano, se compensará con desgracias varias. Por supuesto que el Madrid perderá una decena de puntos.
Sin embargo, no está ahí la clave de esta temporada. A este Barça memorable se le ha acabado el hambre para sentarse a según qué mesas. Esa leve caída de actitud se traduce en partidos espesos -como el de Getafe- y en una falta de suerte en los momentos decisivos -Messi ha dejado ir cinco puntos en los estertores de tres partidos ya, por no hablar de Iniesta y Villa–. Incluso contando con esa suerte que tarde o temprano volverá en forma de penaltis claros que sí se piten o de goles sobre la campana, el problema último es de hambre. Trece títulos no salen gratis y, por desgracia, la Liga se gana tanto en los grandes escenarios como en los estadios horrendos.
Antes de que comiencen ustedes a hablar de aburguesamiento, de relajación y de jugadores acomodados, una pequeña acusación: sé de cavernícolas que han dejado de lucir sus gallumbos de la suerte cuando se juega en Mestalla. Sé de otros que se pierden partidos de Liga con una frecuencia imposibe en tiempos de hambre. A algunos ya sólo les levanta del sofá masacrar el orgullo de La Banda. Y hay quien no vibra en absoluto si no oye antes el himno de la Champions.
En conclusión: por supuesto que es posible remontar siete puntos a La Banda. Lo que no está tan claro es que queramos hacerlo.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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