FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
He hablado a menudo de este grave asunto con otros Nunca Vistos. Hay unanimidad; éste es seguramente el misterio más escalofriante del fútbol. Ocurre cuando en el fragor del partido, ya sea durante el monólogo interno en los huérfanos de balón o en pleno bullicio para los correosos, en un momento determinado nos llega el balón. Y de repente todo ocurre a cámara lenta.
Una voz interna te alerta de lo que está a punto de ocurrir. Se hace un silencio. Y de repente, frente al veneno de las dudas, frente al lastre del esfuerzo, llega la convicción. Sabemos que aquello es gol. No es una cuestión de confianza, es algo que queda mucho más allá. Quienes vieron en su momento a Jordan saben de qué especie de trance hablamos: lo irremisible se apodera del juego, iluminados como estamos ejecutamos la acción con la oscura perfección de un robot y es una sencilla cuestión de tiempo que el balón entre.
Esta rara iluminación tiene efectos sorprendentes. Algunos de quienes la han experimentado aseguran que habían visualizado exactamente la jugada horas o incluso días antes. Otros, en un fenómeno paranormal, son incapaces de recordar la acción que han ejecutado en estado de lucidez. Despiertan de repente entre gritos y abrazos sudorosos. He visto casos de jugadores que escuchan incrédulos los pormenores de la obra de arte que acaban de hacer.
Pero por encima de criterios estéticos, lo que define a los lúcidos es la convicción absoluta de que, de algún modo, durante unos segundos controlan el destino. De este asunto hablan a menudo los teóricos del sueño lúcido, un control que podemos ejercer sobre nuestros sueños a pesar de que sabemos que estamos soñando.
Tal vez esta cuestión les suene esotérica o incluso lejana. Nada más lejos. Ustedes han visto este milagro en algunos de los momentos más felices de su vida. Acompañaron a Villa aquella noche en que gritó gol nada más impactar el balón. Y hace menos de una semana vieron esto.
La lucidez, ya saben. La fe se queda pequeña, el fútbol se agiganta y el futbolero se estremece.
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