El mito

Messi en Maracaná

15 junio , 2014

Ocurre cada cuatro años y no es extraño que muchos cuenten la vida que les queda por el número de Mundiales que podrán presenciar. Paradigma de la corrupción de la FIFA, de los oligarcas y del balón, ésta es la competición más grande del mundo porque sencillamente es la que todos los futbolistas sin excepción sueñan con jugar. Vean las caras de cualquiera de los 736 jugadores que están estos días en Brasil: es la cara de quien se siente llamado. Vean cómo se desfiguran cuando marcan un gol, cómo aparece ahí el niño que soñaba y el profesional que habría matado sin dudarlo por disfrutar de ese instante. 

Una pasión aún mayor recorre la espina dorsal del planeta estos días. No es la de los que visten de corto y pisan la hierba. Es la de los que ven el fútbol entre calores y eructos, la de quienes se reservan sus calzones de la suerte para aquel partido, la de aquellos que acumulan cantidades ingentes de cerveza en sus frigoríficos. En Brasil, los colegios han alterado los horarios para que los niños puedan ver los partidos. En empresas de todo el mundo los patrones han tenido que adaptar los horarios a la feliz dictadura del balón. A lo largo y ancho del mundo orejas culpables esconden auriculares que les conectan a hechos eminentemente lúdicos y extraordinariamente bélicos que se suceden a muchos husos horarios. 

Nuestra fracasada civilización, con sus desigualdades y horrores, con sus injusticias y dramas, tiene durante un mes un pequeño motivo para la esperanza: a pesar de todo, hay gente que sigue buscando entre las frustraciones y fatigas de su día a día un par de horas para vibrar  ante el televisor, para ensayar esa incierta felicidad que da el balón. Durante un mes habrá gente desfallecida por el insomnio y asombrada por el Pirlo de turno. Y no podemos sino pensar que el mundo sería un lugar aún peor sin esa capacidad universal de buscar el placer. 

Les diré más, porque hoy es día de exagerar: cuando abandonemos este mundo, nunca habremos visto a Aquiles entrando en Troya ni a Atila cabalgando la estepa. Tampoco vimos la cara de los franceses que tomaron Moscú, a Balboa mirando el Pacífico ni a Amundssen hollando el Polo Sur. Pero hubo un día -un día que recordaremos- en que nuestra imperfecta y corrupta civilización nos regaló el escalofriante placer de ver a Messi pisando Maracaná. 

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