FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Bien amigos. Una vez ganada y una vez gritados esos goles al filo del descanso conviene recordar que en esta era la Copa del Rey ya no salva temporadas. Hoy en día es la tercera competición en importancia de las que disputa el Barça cada año. Ni más, ni menos. Y en esta era, en que han coincidido el mejor Sevilla y el mejor Atleti de la historia y una Banda que ha jugado tres finales de Champions en cuatro años, en esta era el Barça ha arramblado con cinco títulos. Los tres últimos, seguidos, una trilogía que sólo se había producido tres veces en toda la historia y que este equipo no lograba desde hace 65 años.
Convendrán ustedes en que como culés habituados a la dieta de tyranosaurus, las finales de Copa se han convertido en una confusa maraña de emociones y berridos. Uno recuerda el infarto de los goles de Toquero y Theo, los insultos a Mascherano por hacerse expulsar a la media hora ante el Sevilla, la avalancha inicial y decisiva contra el Athletic en el adiós de Guardiola, la butifarras de la Yaya, la masacre de Mestalla tras el descanso, con ese pipí de Bojan a Eto’o, la barbarie de La Bestia en el Camp Nou con ese grito silenciado y la demostración de fe y humildad del equipo para resistir al Sevilla con uno menos, con Messi persiguiendo a un lateral de nombre ignoto y finiquitando el asunto con dos asistencias en la prórroga. Ésa es la maraña y qué satisfacción recordar tanta zamarra rojiblanca y tanto barçófobo frustrado en esos pósters.
¿Qué nos quedará de esta final del sábado, que jugamos destemplados, alicaídos y acojonados y resacosos? Igual no fue el mejor partido ni el más emocionante, pero sí hubo tres asuntos para el recuerdo. El primero es la explosión de Messi, su enésima proeza más en una final. Un estadístico lo enumeraría así: un gol, una asistencia, una preasistencia. Un frío observador diría que el futbolista olvidó los pantalones y los calzoncillos en el vestuario y jugó en estado de erección hasta que se aburrió de su víctima. Especialmente felices nos hizo con esa asistencia a Alcácer en que encaró a cuatro y les recordó que insultarle y pegarle son el camino más corto a la derrota.
Precisamente la segunda epifanía que nos visitó durante el partido fue el bucle de hostias que se llevó Iniesta. Cierren los ojitos, olviden el asunto económico y pónganse en su piel: en la de un mito viviente que suma 33 añitos dándole al balón, mide 1,71 metros y nunca ha sido partidario de la violencia. Suma 29 títulos con su club, hubo un día que ganó un Mundial con un gol en la prórroga y tiene en casa a su tercer hijo recién nacido. Usted está ahí y se topa con una panda de quinquis que se pasan el puto partido dándole de hostias. No sé, amigos. Igual dejarían de pedir el balón. Igual practicarían el número de la invisibilidad de Mascherano en Turín, o se esconderían a sacar de banda, o mirarían al banquillo con cara de circunstancias sugiriendo el cambio. Iniesta no hizo tal cosa. Iniesta aguantó una, dos, tres y hasta media docena de tarascadas que en un mundo normal no se le darían a un futbolista que multiplica por cinco los títulos de un tal Francesco Totti. En esa rutina del patadón, el árbitro que no da amarilla y volver a buscar el balón se esconde el drama de este equipo mítico.
El tercero momento que recordaremos, amigos, fue ver a Busquets alzar la copa junto al primer capitán. La dinastía sigue, hay un heredero a la altura de Puyol, de Xavi. Un tío que cuando le ves gritar con la copa en la mano sabes que está mal, que algo no funciona en su cabeza, porque a pesar de todo quiere seguir ganando y diciéndole al planeta que mientra él esté en el campo para cubrirle la espalda a Messi, no habrá nadie que juegue a nuestro nivel.
Por lo demás, nos emborrachamos y silbamos bien fuerte. No me dirán si no fue una noche memorable.
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