FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Nos hicieron saber que era hijo de futbolista, y nos ilusionamos. Ay, si hubiéramos sabido que era nieto de Dios. Y miren que las evidencias estaban ahí. Las vieron quienes acudieron una tarde domingo a la inhóspita Igualada, Tercera División, febrero de 2008. La afición local increpa al técnico visitante, maravillosos improperios: «Drogaadicte, ionqui!» Guardiola se hace expulsar tras increpar al árbitro con no menos gracia: «Poca-solta!». Los más cuñados habían acudido con la ilusión de ver al tal Víctor Vázquez y el asombroso Gai Assulin. A los que estuvieron atentos, el balón les hizo ver su error: había en la medular un bicho palo acojonante que domaba uno tras otro todos los melones que le llovían del cielo, que limpiaba todas las jugadas y allanaba todas las trincheras. Un recital imponente. Aquella tarde nos la sudó el mediapunta, y miramos al cinco. Anticipamos la profecía de Riquelme. El milagro era Busquets.
15 años después, otro capitán dice adiós. Será recordado como el Cuarto Gigante: tras la estela deslumbrante de La Bestia, Xavi e Iniesta, en el mejor equipo que vieron los días llegaba él. Equilibrio táctico, velocidad de balón, astucia para presionar arriba, la santa enciclopedia del juego de posición por cabeza. Para creer que podían existir futbolistas como Guardiola jugando de organizador tuvo que venir Cruyff. Y llevando al extremo el fútbol cerebral de Guardiola, de su técnica y falta de fibra surgió Busquets. Como les decía, nieto de Dios.
Cuando Busquets, el 28, llegó al primer equipo, su posición la ocupaba un titán tremendo llamado Yaya Touré, un bigardo que llegaría a ser el futbolista mejor pagado de la Premier. Nuestro quillaco de Ciutat Badia era mejor. Entendía mejor el espacio y el tiempo, salía de la escolania de La Masia, se había formado con el inventor del asunto. No se podía jugar mejor a un toque, ni filtrar ese pase venenoso al volante con mayor inquina. Durante un tiempo, las defensas rivales no entendían en qué momento la suerte estaba echada y aquello era gol: no era cuando Messi irrumpía en la frontal, ni cuando Xavi se la había puesto con todo de cara. Era tres segundos atrás, cuando aquella mantis religiosa había amagado con el pase al lateral para encontrar al ocho ya orientado. Too late.
El monumental legado de Busquets se hace de amagos, fintas y abusos varios. También de su habilidad para moldear el campo y dejarlo del tamaño de un futbolín cuando le convenía o de una Patagonia cuando se le antojaba, todo con cuatro pasitos de su legendario trantrán. Lo primero lo vimos y saboreamos a cámara lenta durante años, qué meadas, pero qué meadas más tremendas en slow motion, lo segundo sólo se apreciaba a la que uno sabía un poco de fútbol. Seamos honestos a este respecto: estamos muy solos.
Fíjense si lo estamos que Busquets se va sin haber sido comprendido por la Liga en que juega. Durante sus 15 años de cátedra, en La Banda se sucedieron rottweillers, maratonianos y sicarios de todo pelaje. Les hago memoria, que la cosa es divertida: Lass, Gago, Khedira, Kovacic o Casemiro. Qué pena todo, qué desgracia, la incivilización. Y recordaremos que a veces ocurría que El Mal ponía a Kroos en zona de creación, justo a tiempo para que Busi le hiciera trillizos. Busquets era el Barça (por cierto, considerado desde tiempos inmemoriales como el culer más enloquecido de la plantilla) y mucha doble hélice azulgrana porque cuanto más potentes y musculosos y con llegada eran los mediocentros favoritos del planeta fútbol, más se acercaba él a la silla de ruedas y la nulidad goleadora. Parecía el antifútbol y un insulto a los demás; era, en realidad, exceso y puro Barça.
Busquets habrá alcanzado la categoría de mito desde la desnudez más absoluta: si no fuera por su incapacidad para pronunciar tantos fonemas del catalán, a penas reconoceríamos su voz. De él corren diversas leyendas, como las que le sitúan como un sociópata de primerísimo nivel, a la altura de otros capitanes de nuestra historia. Aparece, sí, en el podio de los periodistófobos que copan Luis Enrique y Puyol; del de Badía podemos decir que era el jugador más odiado por los pobres cámaras que osaron filmar al equipo en documentales íntimos, que pisaron cotos sagrados: cuando les llovía un balón tocadito, tocadito, y les daba en la espalda, en la cabeza, o el culo, no necesitaban saber quién se lo había arrojado. Tras 15 años, el bueno de Sergio ha conseguido que no sepamos nada de su mujer e hijos, a penas aquellas celebraciones estrambóticas en sus escasos goles (¿Hacía una E o un haiku con esos dedazos huesudos?).
Otros asuntos supimos de él: subió Thiago al primer equipo, y Busquets se quedaba tras el entrenamiento, contándole los misterios de cómo abarcar todo el campo desde una baldosa; él, y no el técnico, no Xavi, no Iniesta; él, el que lo sabía todo. Y aquí, y ahora, cuando gozo de su lectura, anoten esto: si hay un ápice de justicia en este planeta, Mascherano no llegará más allá de los juveniles de Talleres de Córdoba y ni siquiera en esta era de entrenadores random se acercará a la Masia. Pero Busquets, ay papá, Busquets ha nacido para entrenarnos algún día. Será un fútbol racional, bello, claustrofóbico para el rival, torrencial para nosotros. Se lo preguntó un día Sergi Roberto ante una cámara y Busi, con gesto ceñudo, cejas picudas, amenaza palmaria, asintió levemente. «Pero tú serás duro, de los que ponen multas». Y un nuevo asentimiento. Anoten, les digo: un día esto será can Pixa y el Barça necesitará orden. Y el bibliotecario de nuestra vida vendrá con su genio, aparecerá con el látigo. De Busi en el vestuario querría contarles una última cosa: durante unos días hemos pensado que el regreso de Messi estaba ya perdido, que volaría con su amigo el fiel Busquets a los desiertos de los hidrocarburos. Al contrario, al contrario. Si un día vuelve Messi, reserven una lágrima para Busi en ese día de resurrección, porque sabe Dios que ha hecho espacio en la ruina de esa caja fuerte.
Es ver este adiós y llegar la pena y el tiempo, la conciencia de que un día nos iremos y de que cada día que pasa estamos más lejos de ese 28 de mayo de 2011 donde fuimos el mejor equipo jamás visto (aquella noche Busquets dio una asistencia en la final de una de las tres Champions que nos dio. Apareció robando, no es broma, a la altura del punto de penalti del equipo de Ferguson).
Busi, que cabalgará para la eternidad en el Barça más dominante que vieron los tiempos, habría valido la pena aunque no hubiera ganado jamás. Su fútbol preciosista nos hacía distintos, únicos, nos convertía en el Barça. A su cuerpo le faltaba fluidez y a su cabeza le sobraban universos; cuando recibía él, pensábamos que a la retransmisión le faltaba un fotograma: demasiado lento para ser tan bello, demasiado veloz para ser real. Messi, Xavi e Iniesta se habrían ganado la vida en cualquier rincón del planeta. Busquets era del Barça, para el Barça.
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