Bien podría ser el bípedo más descoordinado que ha dado el fútbol europeo, pero nunca le importó: se sabía imprescindible. Le gustó el balón desde niño, se crió muy cerca del campo de La Magòria y creció demasiado perpendicularmente. Desde pequeño Javi lució un perfil de posguerra, huesudo, narigón y patilargo, era un auténtico desnarit. A eso de los 15 se enroló en un equipo de fútbol sala donde hacía de delantero. Jugaba bien de espaldas, leía los desmarques y chutaba con violencia, pero no era titular. Era algo lento y torpe, en ocasiones emulaba a Salinas sin pretenderlo.
Pero como ha quedado dicho, nunca le importó porque era imprescindible. El gran Kollito daba lo mejor de sí mismo en los entrenamientos, en el vestuario, de vuelta a casa. Muchos iban a entrenar sólo por el gusto de verle, de rezagarse media vuelta en el calentamiento hablando con él, de reír con sus maldades. Nadie como él daba sentido a la palabra dao, a la unión del equipo.
Tanto se reía del mundo, que se convirtió en una referencia moral, en el tío a quien había que preguntar cuando había un problema, en el capitán en la sombra. Y era muy culé. ¿Qué diría de la publicidad en la sacrosanta camiseta azulgrana? Una pista: se topó un día con el patricio Salvador Alemany en una noble vía barcelonesa y rompió el crepúsculo al grito de «Lladre, dimissió!».
Con el tiempo aquel tío desnutrido empezó a sacar músculo y astucia y se fue convirtiendo en un delantero muy eficaz; hasta formó una Sociedad Limitada con uno de sus compañeros. Y cuentan que fue el responsable del pase del mejor gol que metió aquel otro infeliz en toda su vida, el mejor porque ocurrió que justo aquel día miraba su padre desde la banda.
Y ganó peso en el equipo, que llegó a ascender de categoría varios años consecutivos, aunque nunca tuvo los minutos que merecía su calidad humana. Llegados a este punto, tal vez se pregunten por qué no llegó al primer equipo del Barça, donde anidaron Gabris, Ezquerros, Maxis y Olegarios, gente de la que se decía que hacían piña. Pues porque el fútbol fue injusto con Javi.
Ha cumplido ya 30 años, lo cual no puede ser sino una barbaridad y una horrible noticia. Pero no teman, a él no le importa: sonríe cuando juega al fútbol, se sabe imprescindible.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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