FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
No quiero callar en el adiós a Henry. Fue un grande, uno de los mejores, y regaló al Barça una temporada buena, goles fundamentales en el año del triplete y algún destello del fuera de serie que fue. Esta despedida no puede ser más sentida: algunos recordamos aún el bobalicón entusiasmo con que le acogimos. Que Nueva York sepa despertar la bestia que un día tuvo dentro y que dormitó plácidamente en el Camp Nou.
El verano marca anualmente el adiós a este deporte y lo hace dejando a millones de futboleros sumidos en la nostalgia. Durante dos interminables meses, los amantes del balón se sienten jubilados ociosos. Nada hay más melancólico que el patio de un colegio vacío, con sus porterías abandonadas bajo el sol, sin un solo niño para desentrañar a pelotazos los misterios de sus ángulos. Nada hay más triste que un sudoroso aficionado en pretemporada, harto de que las derrotas no signifiquen nada, huérfano de pasión.
¿Qué se esconde tras la adrenalina de los derbis, en la plasticidad de un remate de chilena, de un regate nunca visto? ¿Qué convierte al deporte del gol en el más sensual de todos? ¿Qué lo hace único? Hay en Barcelona un sabio cojo que ha acabado amando el fútbol a fuerza de verlo con ojos de científico. Sumido desde hace décadas en el ojo del huracán del club más apasionado y suicida del mundo, este estudioso ha comprendido la esencia del juego en toda su profundidad y sencillez. Su teoría del balón se basa en dos sencillos preceptos: 1) El fútbol es el único deporte sobre la faz de la tierra en que los jugadores pueden enfrentarse sobre el campo con cualquiera de los once oponentes del equipo rival. Este permanente y agotador desorden, que hermana al juego de la pelota con la teoría del caos, no tiene parangón en ninguna otra modalidad. Y 2) Las piernas, que los futbolistas emplean para desplazarse, son las encargadas de ejecutar la parte técnica. Por ese sencillo motivo, ningún otro deporte se entrena como el fútbol. Nuestro sabio ofrece una metáfora para descifrar el misterio de este juego: jugar a fútbol es como boxear haciendo el pino.
Pero ni todo el saber de este filósofo del deporte puede explicar la excitación latente del verano futbolístico. Las alineaciones hechas a mano se suceden sobre papeles arrugados, los representantes de jugadores se convierten en profetas y las noticias de los secretarios técnicos se reciben con euforia. La mejor prueba de ello se ha visto en el Camp Nou: aún es posible soñar que Messi, Eto’o y Ronaldinho vuelvan a jugar juntos para mecer los sentidos de los amantes del fútbol y demostrar que, pese a todo, eran los mejores.
Ahí no acaba la cosa: por una alineación astral irrepetible, por un guiño de los dioses, Thierry Henry llega al Barça para poner su firma a la delantera más grande de todos los tiempos. Henry es el guerrero y es el artista, es el que hace que los niños sueñen con volver al patio del colegio. Es el bailarín que con su sola presencia estremeció la fuente de Canaletes, el que hizo que La Rambla se sonrojara, el que tiene a la ciudad entera rezando para que llegue el mes de septiembre.
No es de extrañar: Henry es, de entre los 270 millones de futbolistas que hay en el mundo, el que mejor domina el raro arte de boxear haciendo el pino.
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