Ignoren las inauguraciones y las danzas exóticas. El Mundial empieza cuando Messi se pone de corto y ese día ha llegado. Es el torneo más grande, la fiesta del fútbol. Es aún más: es el triunfo de la civilización balompédica, de una manera de entender el mundo, de esperar el momento, de creer en lo insólito, de dar alaridos y de reducir todo lo bueno que hay en la vida a una hora y media de placeres y escalofríos.
Llega la competición que engrandeció el fútbol a estado de religión mundial, que rebajó el deporte a la categoría de delincuencia, que convirtió a los genios en elegidos. Contengan la respiración, hermanos cavernarios, y vean a Messi. Juega en una selección sin Zanetti, sin Cambiasso, con Heinze como ideólogo. Llega a bordo de una aparatosa ruina y con la presión de que un fracaso le expondrá a la ira de un país furibundamente futbolero.
Pero hablamos de Messi, el primer hombre que se lleva sin votación el prestigioso premio al mejor jugador de la temporada de este club de autistas que formamos ustedes y yo. Messi, el hacedor de milagros. Si alguien merece la gloria del Mundial, es él, el que mejor entendió el secreto más hondo del fútbol: todo es posible. Que reciba el balón y nos haga creer en esta nuestra amada futbolcracia.
pd. Para los prisioneros de las parafilias, este torneo es generoso. Ahí está Corea del Norte, que cualquier día alineará a Kim Jong Il, un enorme futbolero.
pd2. Aquí simpatizamos con Uruguay y Dinamarca, dos países minúsculos y orgullosos. Y somos de la Inglaterra de Lineker, Gascoigne y Rooney.
pd3. Por cierto, juega España. De largo el equipo que mejor trata al balón, un honor hueco que no garantiza nada. Habrá que ver si pasan a la historia como el Brasil de 1970 o como la Hungría de 1954.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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