La gloriosa jornada 9 deja miles de datos estadísticos para el recuerdo. Deja crónicas que hablan de una Banda «ridícula» y «vulgar». Deja la 11ª victoria consecutiva de la Pepa Mecànica y la convicción de que el Barça es un equipo hambriento y duro. Sitúa al Barça por encima del Madrí más goleador de la historia, el de la 89-90, y del mejor equipo azulgrana de siempre, el de las cinco Copas, con 3,11 goles por partido.
Pero el fin de semana merece ser recordado por el líquido homenaje a las generaciones y generaciones de escolares barceloneses que en esta tierra de climas suaves y escasas precipitaciones vivían cada tormenta como si del Armaggedon se tratara: en efecto, cuando llovía, en las escuelas se prohibía el fútbol. Armados con flamantes catiuscas rojas que nunca lograron estropear, los niños llegaban a escuela cariacontecidos, mirando el cielo y con la seguridad de que aquel día no habría fútbol.
La hidrofobia reinante en Barcelona alcanzaba incluso a las competiciones infantiles, a la elite de los futboleros de metro y medio: si llovía, nada de entrenos. Si caían cuatro gotas, nada de partidos. Si el campo estaba mojado, se prohibía toda actividad para evitar la cascada de tríadas, fracturas craneoencefálicas y roturas del tendón de Aquiles. La normativa era tan rígida que vestir catiscuscas era sinónimo de estar, por un día, incapacitado para la vida motriz. Durante años y años, los escolares futboleros asistían a los días de lluvia con una sensación de vergüenza y acompañados por el eco de una carcajada, la que salía de la garganta de Gerrard, Terry y compañía, que jugaban triunfantes y bárbaros por los barrizales del Reino Unido. En Barcelona eso era imposible: el fútbol se convertía en un arte equlibrado y seco, con cierto tufillo aristocrático, ignorante de la gloriosa sensación de hacer una ‘segada’ sobre el charco para regocijo de millones de partículas de agua.
A costa de generar tantas frustraciones, golear bajo la lluvia ha acabado siendo un deseo inconfesable de los niños barceloneses, como esa atractiva profesora de Naturales, como conducir el coche de papá o dejar en el ascensor un mensaje criticando al insufrible vecino del sexto. En Málaga no se libró un partido: aquello fue un homenaje a las catiuscas tristes e inmaculadas que esconden los armarios de Barcelona.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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