FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Uno no sabe cuándo llegó a nuestras vidas el horror ético y estético de la pornografía emocional. En algún momento, pasó de las revistas del dentista a las redes sociales, corazoncitos, llamitas y ojitos lagrimosos. Y ya hace ya mucho que el asunto forma parte también del paisaje futbolístico y de las estrategias comerciales con las que los futbolistas quieren ganar popularidad. El asunto es ciertamente lamentable: pocos lo hacen desde la alfabetización, pocos suenan creíbles y sobre todo, ay qué pena más grande, pocos optan por no llamarnos gilipollas. Acompáñenme al Louvre de la gilipollez, rincón que no dista mucho del montón de estiércol de la hijoputez.
«He tocado fondo»
Los yankis, artistas, genios, fueron pioneros en esta modalidad. El tirabuixó imbatido e imbatible llegó con Simone Biles: después de ser la reina de la perfección, alehop, apareció como icono de la fragilidad. El pulcro relato de la deportista 10 que ella misma creó se convirtió de la noche a la mañana en irrespirable y tóxica expectativa. Y compramos, claro, porque fuertes somos en bienpensancia y mongolez, y porque con la salud mental no se juega y hay cosas que menuda valentía hacerlas visibles.
No todos son tan creíbles, y se preguntaría uno si la expresión «he tocado fondo» que han reivindicado leyendas de la superación personal como el bueno de Ferran Torres ayuda al colectivo de enfermos. Ferran bordó el papel: nos comunicó que había estado «en un pozo sin fondo» del que «no sabía cómo salir»; contó, bien ahí, que había estado en manos de un psicólogo. Lo hizo, estas cosas hay que hacerlas bien, tras legendaria actuación ante un Cádiz que aparecía por el Camp Nou en zona de descenso y sin el lateral titular. Como el partido le salió bueno, al hombre de los 50 millones le apeteció confesarse en Instagram, llamitas, corazones, ojitos. Habló de su falta de confianza y lo remató como quien ha descendido al Hades, ha cruzado el Aqueronte haciendo apnea y a continuación se ha hecho el K2 a la pata coja: «Ha sido una experiencia muy amarga, pero a la vez de los mejores momentos porque ahora me siento más fuerte». Bien ahí Ferran. Huelga decir que durante toda esta estremecedora catarsis estuvo jugando, cobrando su IMV, fotografiando su vida de working class heroe y pirando al Mundial de la mano del suegro. Un refuerzo positivo de primer orden para quienes conocen los abismos de la depresión.
«Gracias a los que siempre habéis estado ahí»
De un tiempo a esta parte futbolistas cada vez más jóvenes, prácticamente peña de P-4 a los que ni dios nuestro señor conoce, rompen a teclear en las redes lacrimógenas despedidas en que aluden al apoyo de la afición, de sus compañeros, de la institución. Bueno, cómo están los máquinas, lo primero de todo, carinyet, no sabemos quién eres, tu emoción nos incomoda porque no tienes edad de andar vendiendo humo, que nos dejamos trolar, pero no por pavos que entraron «en esta casa a los ocho años» y que la abandonan que aún no ven cerca la mayoría de edad. Si hay un intenso que merezca nuestra inquina, ése es Xavi Simons, que se fue del Barça con posts que parecía aquello el último día de Cruyff, Guardiola o Messi.
«Volveré más fuerte»
Ay, los cabestros del volveré más fuerte. Menuda banda de analfabetos, ¡monstro, máquina, tricerátops! Nos mola especialmente tu foto en un hospital privado, recordatorio de las listas de espera, y nos mola que hagas asín con el pulgar, vaticinando tu pronta recuperación, tu esplendoroso regreso. «¡Ha salido todo bien!», exclamas, y mira que el pobre Lozano lleva 14 roturas de ligamentos y no se lo aprende: lo que volverás es más tarde y con una lesión jodida, y ahora mismo no sabemos si serás Javier Clemente o Ansu Fati, porque Baggios y Maradonas no hay tantos. Baja el dedito, pasa pal gimnasio, reza lo que sepas y dile a tu community monguer que el próximo día se curre una cita de Rocky, al menos.
«He estado jugando con dolor»
No mire, esto nos jode especialmente. Si le duele a usted un dedo, quédese en casa. Lo aprendimos en los 90 con una putísima mierda de tío llamado Vítor Baía, valiente estafa el amigo. Después de cuajar un año espantoso, Baía nos mostró las profundidades de su puro corazón, nos hizo comprender la magnitud de su sacrificio. A ver, pelucas, que has estado atracando al club, engañando a los compañeros y jodiendo a la afición, que te tiraste tres meses sin parar una.
Algo bueno tuvo, eso sí, la desvergonzada infamia de Baía: cuando nos llega un Lewandowski de la vida a contarnos su vida triste ya no cuela. La performance, maravillosa: encadenar tres meses nefastos y al primer amago de que se expone uno a una importante pitada, en un acto solidario y con la prensa entregada, ahí va Jesucristo en el Gólgota: «Ayer me levanté y casi no podía caminar de dolor». Tremendo, durísimo el testimonio. Todos los que jugamos en cualquier liga de mierda sabemos que la ausencia de dolor es un unicornio rosa volador, sabemos también que si jugamos con dolor estamos atracando a un compañero y entendemos que a partir de cierta edad (sí, Roberto, va por ti), el cuerpo se resiente. Lo mínimo sería callar. Pero no: corazones, aplausos, llamitas. Ellos, cada vez más queridos. Y nosotros, cada día más subnormales.
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