Pero la otra cara de la moneda nos habla de un Redentor que antes de ser inocente cordero del laportismo fue pérfido Estupro. Las peores imágenes que tenemos de él se remontan a los estertores del nuñismo, cuando, en compañía de Luis Enrique, Abelardo y el ínclito Barjuan, conoció el arte de hacer alineaciones y poner y quitar entrenadores.
Fue por aquel tiempo también -cuando los títulos ya no los ganaba él, sino Ronaldo, Rivaldo, el Innombrable, Cocu, etcétera- cuando se le torció el gesto y comenzó a mirar al resto de mortales con rencor. La prensa no se libró, pese a haberle entronizado como mite vivent y haberle masajeado como nunca antes se hizo con otro.
Tiene, según han asegurado a esta caverna muchas y solventes fuentes, amigos con firma y micrófono. Y atención: malos tiempos vienen para el gran diario catalán que no simpatiza con la chatarra y para todo aquel que esté alejado del muy terrible imperio del monopolio y su sacrosanto papel impreso.
En su periplo también destaca su cruzada tras su caso de dopaje (la justicia le dio la razón el pasado invierno) y su viaje a la Catalunya profunda a cuestas del filial. Nunca, y digo bien, nunca me he reído tanto en un partido oyendo insultar al personal como el día que Pep visitó Igualada y se las tuvo con el entrenador local y los árbitros.
¿Qué hay que temer, pues, del pequeño Naopleón que Pep lleva dentro? Primero, que no entienda que necesita tanto a sus jugadores como los jugadores le necesitan a él. Segundo, que maltrate al respetable y a la prensa como hizo Schuster -es difícil en esta ciudad ganar cuando un grupo de comunicación se sabe en la diana- y tercero…
Horror, terror y pavor.
Y tercero, que sea un integrista del jogocruyffito, un iluminado capaz de jugarse una Intercontinental con sólo dos defensas, un hombre peligroso que por sus ideas y su vanidad sea capaz de tirar por el barranco a un equipo. Oremos para que la edad le haya traído sabiduría y sepa leer en los errores de su maestro.
Pep bueno, Pep malo. Larga vida al Crist de Santpedor.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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