Es el mes de junio tiempo de optimismo y desenfreno. A estas alturas resulta difícil no ilusionarse con toda suerte de adquisiciones: Geovanni Deiberson, Rochemback, Ezquerro. Todos ellos despertaron una lucecita de esperanza en el culé impaciente de éxitos. Tal vez por eso Guardiola haya aterrizado al Camp Nou suscitando un clamor popular que ya convierte al mite de los 90 en el salvador de nuestros tristes días.
Al ponerse la corbata, el niño de la Catalunya central, el recogepelotas, el frágil centrocampista que tenía un cerebro que corría 1.000 veces más que sus piernas, la sexta esencia del juego azulgrana, el gran capità que huyó al ver los horrores gaspartianos de cerca, ha culminado una trayectoria rica en glucosa hasta convertirse en la última baza del txikicruyffismo.
Sus primeros pasos rezuman sensatez e intención: mostrarse como un duro, prometer que nuestro querido Eibar correrá, que las vedettes correrán y que el Barça jugará al ataque. Los que le vieron en directo quedaron convencidos. Sin embargo, hay dudas que turban los gloriosos sueños preveraniegos de más de uno a tres semanas del inicio de la pretemporada.
¿Es cierto que Guardiola está empeñado en fichar a Adebayor? ¿Puede una defensa integrada por Alves, Piqué, Cáceres y Abidal encajar menos de seis goles por partido? ¿De verdad quiere refundar al Barça con Hleb, después de añadir músculo con Keita? ¿Realmente ha dicho el jefe de Tito Vilanova que no le gusta Touré, elegido por esta caverna como el mejor azulgrana del año? Y sobre todo, ¿puede la persona que dijo de Lillo que era el hombre que más sabe de fútbol del mundo dirigir este club?
Guardiola no es un cínico. Es muy culé, muy futbolero, y muy ganador. Lo que ha demostrado en el Barça B es extraordinario. Pero si no controla de muy cerca los viajes de Txiki, su aventura puede convertirse en un via crucis. Con todos ustedes, Pep, el Cristo de Santpedor, Redentor del barcelonismo y candidato a acabar en la cruz.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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