FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Su reinado comenzó en algún momento de 1987 tras varios meses de perder el tiempo jugando en el patio del colegio a cochecitos. Acababa de cumplir siete años y decidió ponerse de defensa. Sacaba cabeza y media al resto de jugadores y su superioridad física era insultante. Era rápido, técnico y entendía el juego. Pero sobre todo, chutaba durísimo.
Miquel Àngel es recordado por quienes jugaron con él por sus terroríficos pelotazos. En un tiempo en que llorar en el campo no estaba mal visto, a menudo provocaba episodios de lágrimas y engorrosas interrupciones por parte de los árbitros-profesores. Probablemente gracias a él aquella generación aguzó su creatividad a la hora de emplear palabras como caqui, cañardo o pepi. La cuestión es que llegó a legislarse contra el mozo y en aquellos caóticos partidillos se prohibió chutar con la puntera como medida desesperada para salvar algún que otro morro. (Esta norma era de difícil aplicación y fuente habitual de conflictos; con el tiempo resulta extraño que no hubiera manifestaciones de repulsa contra una regla diseñada ad hoc para perjudicar a nuestro equipo).
Así pues, aquella quinta de alumnos de los Salesianos supo desde su más tierna infancia que el tamaño importa, sobre todo cuando se trataba de jugar contra B, o incluso a la hora de desafiar la cosmogonía vigente y ganar a los más mayores: uno jugaba sabiendo que tenía a Hércules de su lado. Pero más importante fue que esos niños de bata roja aprendieron que el fútbol puede ser doloroso, algo a lo que se podía tener miedo. A eso ayudaron decisivamente los zapatastros que lucía nuestro protagonista: una suerte de zuecos asesinos que con el tiempo hemos visto hermanados con las extemporáneas chirucas.
A pesar de que siguió creciendo -a día de hoy sólo Piqué sería más alto que él de entre los centrales del Barça-, su juego cayó poco a poco. Su declive fue lento, lo bastante como para que cuando llegaron los obuses de Koeman, a nosotros nos sorprendiera lo justo. De hecho, los de aquella quinta nunca sintieron demasiada predilección por los chuts lejanos, les parecía algo rupestre y sencillo. Si Miquel Àngel no llegó a nada en el fútbol fue por su carácter bonachón. O porque no le gustaba lo bastante, o porque se desarrolló hacia placeres más dionisíacos y menos legales incluso que sus cañardos.
Años después, Miquel Àngel juega raramente a fútbol. Por algún extraño motivo, ya no chuta fuerte, ni da miedo: aquel monstruo mitológico se quedó en las aulas de Primaria. Pero de haber llegado a la elite, no tengan duda de que las quinceañeras de este país se lo habrían comido. Quién sabe si habría sido el primer profesional de nuestros tiempos en someterse a tratamientos de mercurio.
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