Cuentan de Savu y Raijua que los barcos apenas se detienen ahí. Son dos islas perdidas en el paraíso del Oceano Índico. Llueve tres meses al año, y el resto, tienen un sol tropical. Las neveras son una rareza, como los bulles o blancos que de vez en cuando aparecen. Tienen mosquitos de la malaria y unos cultivos precarios por la dureza del clima. La gente está acostumbrada a subir descalza a las palmeras, honesto entretenimiento que les deforma los pies hasta extremos asombrosos. También comen los mejores mangos del planeta y, por supuesto, juegan a fútbol.
Jugando en la playa resultan tan duros como los brasileños, aunque claramente inferiores en cuanto a espíritu competitivo y capacidad para la mentira, la estafa y la filigrana. Son rápidos, fuertes, técnicos y proclives al caos táctico, tal vez primos lejanos de aquella Bulgaria mítica. Pero nada llama la atención tanto como esos pies irrompibles. Juegan descalzos entre piedras y cascotes. A menudo se van al campo de fútbol grande y prescinden también del calzado. Miren la foto, les aseguro que esa tierra, además de agrietada, está dura y llena de piedras.
Un servidor tuvo ocasión de jugar diez minutos en esa playa y le sirvió sólo para coleccionar cuatro contusiones serias, una de las cuales sigue ahí, un mes después. Un par de días después, ya en el campo de fútbol, vio cómo sus bambas se caían a trozos en un partido de una horita larga. Allí, contra una selección local, un delantero enjuto nos recordó cuál es la gracia última del fútbol, lo que mueve a los que les gusta este juego, lo que impide a Messi descansar: marcó dos goles, y rió después de cada uno de ellos. Una risa breve, sin malicia, de felicidad. Una risa de futbolero indonesio.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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