La pedofilia balompédica se ha asentado en los últimos tiempos como una costumbre bien vista entre los aficionados al fútbol. Inventos como el Trofeo de Brunete abrieron una tendencia a ver fútbol de niños que las categorías inferiores de la selecciones consolidaron. La curiosidad de ver jugar a los pequeños se asienta sobre dos rasgos típicos del futbolero: su natural sabihondo -«hay un lateral en el Cadete B mejor que Abidal»- y su condición de eterno Buscador de Redención: «Éste limpiará el pecado del mundo». Los que vivieron de cerca las eclosiones de Iniesta o La Bestia Parda seguramente recuerdan el prolongado éxtasis de ver las profecías cumplidas.
Las televisiones de los clubes han multiplicado este fenómeno. Conscientes de las perversiones arriba relatadas, no hay pudor alguno en entrevistar a niños de 10 años o presentar como quinceañeros a mozos que bien podrían ser padres. Martí Perarnau, futbólogo de referencia, ha escrito un libro sobre futuros cracks que trata de predecir quién superará la durísima criba de la cantera. Y entre lo uno y lo otro, de un tiempo a esta parte hemos dejado de considerar como enfermos a los que sabían que la estrella del Madrid del futuro -si es que llega a debutar- es un demócrata llamado Jesé; que Grimaldo, a sus 15 años, asombra a sus compañeros, etc.
Seguramente este asunto prueba, alabado sea Dios, la demencia que envuelve al fútbol. Tal vez sea bueno recordar que los futbolistas tienen que quemar etapas, que en la elite no existe el filtro de la edad y compiten niños contra legionarios al borde de la jubilación, cosa que destapa muchos bluffs, o que al final, hasta que un futbolista de elite no aprende a gestionar las prebendas de la vida nocturna, la fama, la presión y el dinero es imposible calibrarlo.
Coda: Si ustedes se sienten tentados por la adivinación y quieren predecir qué niño imberbe del Alevín B llegará al primer equipo, vayan primero a la playa a tratar de predecir qué olas subirán más playa arriba. Constaten su fracaso, y avergüéncense de su pedofilia.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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