«Y aunque no haya algo que nos mueve, no es posible estar quietos, no en nuestro sitio, como si de nuestra mera respiración emanasen rencores y deseos vacuos, tormentos que nos podríamos haber ahorrado».
Javier Marías, Mañana en la batalla piensa en mí
Hace unos meses Javier Marías escribió el brillante artículo Lo que le falta al genio, en que desgrana desde su madridismo el asombro que le produce el juego de Leo Messi, y en que defiende que La Bestia Parda no ha ingresado aún en el círculo de dioses de Pelé, Maradona, Di Stéfano y Cruyff porque su figura carece de «complejidad», de misterio. Según detalla, el 10 azulgrana le produce «admiración y espanto, asombro y reverencia» pero sin embargo, no le despierta «fascinación». El escritor sostiene que a Messi le falta una mínima «inteligencia no estrictamente futbolística». Si me permiten el resumen, el escritor cuestiona el carisma de Messi, que contrapone a las arrolladoras personalidades de los cuatro grandes.
Y ésta es una cuestión recurrente cuando se comenta la grandeza de La Bestia con la que queríamos discrepar aquí. Es cierto que Messi no es de los que hace gestos a la grada. No suele caer en demagogias búlgaras ni en épicos discursos en el vestuario. Pero cada vez que toca el balón, cada vez que grita gol, sus compañeros, su pueblo, se saben protegidos de todo mal, olvidan el miedo. Y a la inversa les ocurre a los rivales. ¿Qué es el carisma, sino esa facultad sobrenatural?
A muchos les decepciona que Messi no sea Muhammad Ali, que no se aplique al trash-talking, que no sea altanero ni portugués, que no se comunique durante la competición, que esté más cómodo entre niños que con la prensa. Sabemos que de vez en cuando sí se expresa: aún llora en las derrotas y hace a penas tres meses se encerró en un lavabo de pura rabia. Pero lejos de vulgarizarle, ese silencio le corona. Para cualquiera que haya jugado a fútbol eso es justamente lo más asombroso de este fenómeno. No dice ni mu. Lo decían sus compañeros a los 10 años y lo dicen sus compañeros de ahora. Messi extiende su jerarquía con el balón cosido al pie, no con gestos públicos. Dos veces rompió esa frugalidad: la primera fue un aviso, antes de la final de Champions de 2011 en que advirtió al mundo de que se preparaba para la mejor actuación de su vida. La segunda, una fugaz respuesta al Mal Absoluto, con un gesto que parecía decir, precisamente, que hablar es de imbéciles, o de mortales. Lo cierto es que el hecho de que un futbolista -¡un futbolista!- se maneje en el silencio es insólito: en la jungla del potrero y la selva de los vestuarios, el mutismo es simple y llamamente un suicidio.
Habla Marías de la «fascinación» que no siente con el chaval que no crecía, con el niño a quien rompieron la pierna en su segundo partido en el Barça. Sólo podemos invitarle a recordar la mirada de Messi tras la última eliminación europea, que llegó después de que fallara un penalti decisivo. Esa mirada, en la derrota, desentraña la clave profunda de un personaje que de niño se comunicaba con el mundo a través de una amiga que interpretaba sus gestos y silencios. Ese inmenso odio a perder volverá a trotar este martes en un terreno de juego y con él, nuestras vidas recuperarán brillo. Quienes dudan aún no deben perderse ese partidillo intrascendente. Observen al 10, calibren su sabiduría, su juego de viejo, su inconmovible amor por el balón. Observen qué enigmas laten bajo esa mirada opaca. Rencores y deseos. Fascínense. Es el fútbol, que ha vuelto.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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