FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Cuarenta niños en clase. Todos menos uno dicen ser del Barça. Al disidente nadie le llama por su nombre, preferimos su sonoro apellido. Es del Espanyol y podría dar una clase magistral en las facultades de psicología sobre el bullying. Además de perico, es nieto de un apasionado del Real Murcia que le va a buscar con la gorrita y el pin de su equipo. La vida podía ser muy dura.
Eduard es un chaval pacífico y jamás se revuelve. Sabe que puede vengarse ampliamente en el patio, cuando rueda el balón. A la tierna edad de ocho años, ya conoce el valor de un buen agarrón. A los nueve hace faltas tácticas. A los diez asombra a todo el colegio con las primeras segadas. Es un duro competidor, le gusta ganar y ante todo le gusta destruir juego. Rara vez cruza el centro del campo; la suya era una de las zurdas más toscas que se han visto en los Salesianos.
Su aprendizaje continúa. Cuando el resto de niños aprende a dar toquecitos al balón, él entra en un equipo de fútbol grande y su catálogo de proezas aumenta. A los once, cuando aún quedaban cinco años para saber nada de Redondo, ya sabíamos que el codo es un arma futbolística de primer orden. A los doce, también es pionero en el marcaje por todo el campo, hubiera o no balón de por medio [algunas noches creo sentirlo, serio, callado, amenazante]. Y a los trece, antes de acabar la primaria, se doctora: ha descubierto la patada sin balón de por medio, la que se da por placer, por intimidar, o porque eres un perico nieto de murciano.
Pero de él se recuerdan no sólo los moratones, las heridas y los arañazos. Él, que evocaba el fútbol en blanco y negro, el de cuando los gladiadores no sonreían y sobrellevaban con gesto adusto los sinsabores del balón, también nos dejó la jugada más hilarante que jamás se viera en aquel patio. Fue en los instantes finales de un partido de básket de máxima rivalidad entre A y B (él participaba por obligación). El base rival conduce un contragolpe que significará dos puntos y la victoria, pero Eduard, en un momento de genio y honestidad, decide que aquello no va a ocurrir. Le persigue, se lanza con los dos pies por delante y le hace una segada por detrás al pobre infeliz. Gritos, empujones, insultos y un formidable caos. Él, impertérrito, se va farfullando «es falta, es falta, qué pasa». Hubo lágrimas de risa.
No hace tanto le encontré por la calle en compañía femenina. Estuvo cordial, pero no logró sonreír. Le miré sus codos, sus zapatos, su tamaño. Me pareció que no era para tanto. Al despedirnos, siguió de cháchara con su compañera. Me pregunté si acaso había olvidado al futbolista que fue.
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