FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
La gente con la que has sido feliz de niño no se marcha jamás. Con Sergi L. vivimos la infancia despreocupada de los chavales de buenas notas, colegio bien y familia severa. Eso incluyó desde los plastidecors al calimocho, en el increíble viaje que nos llevó al descubrimiento de un mundo que felizmente no se acababa en la carcelaria fachada de los Salesianos. Nuestro fue cuanto puede ofrecer la vida de los seis a los 18 años a dos cachorros afortunados.
Con Sergi, mirada verde oscuro y chiste rápido, eso incluyó mucho deporte. Fue uno de los culpables -lo supo en vida- de que tirara dos años de infancia jugando a esa violenta disciplina llamada básket, en la que este cavernario era un pobre trotón sin talento alguno. Sergi no era rápido, sí fuerte. Y muy duro. Tenía codos de diamante, propios del niño flaco y de nuez prominente que era. No hubo chaval que pisara la zona en aquellos años que no se llevara de recuerdo el impacto de uno de aquellos huesos puntiagudos. Sin ser sucio, marcaba su territorio y competía con lo que tenía. También le sirvió en el fútbol.
Ahí nunca destacó entre los mejores. Le faltaba velocidad y habilidad para el regate, tampoco era un gran chutador. Y sí, siempre lo queríamos en nuestro equipo. Entendía el juego, sudaba la bata -después la camisa-, defendía fuerte, quería ganar y casi siempre lo lograba. Además era un amigo del alma y jamás se le dejaba para el final cuando elegías equipos. Quienes le vimos pelotear sobre el cemento recordamos el peculiar escorzo que hacía para impactar con el interior de su pie derecho. Y sobre todo, recordamos su gran creación: La Máquina.
Ese nombre, posiblemente, fue suyo. Designaba al equipo que se creó espontáneamente durante unas colonias de verano en algún momento de inicios de los 90 en La Garrotxa. Cruyff regía nuestro universo pero los pequeños bárbaros que éramos no teníamos la menor idea de cómo transportar su sapiencia a un mundo de pelotazos y conducciones eternas. Hasta que Sergi, en un rapto de lucidez, nos invitó a jugar a pases cortos, atacando en manada. El primer día que probamos, sonó así: tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac-tac-GOL. Asombro de todos. Repetimos, y logramos idéntico éxito. Y una y otra vez. La Máquina destrozó al rival. Al siguiente equipo le pasó lo mismo. Acumulamos palizas día tras día, mañana y tarde, a los, pequeños, a los de nuestra edad, a los más mayores, a todos. Fue un idilio y un hallazgo. Aún hoy cuesta recordar un momento de la vida en que con un solo equipo ganáramos tanto y tan seguido; sabía hasta mal por unos rivales que no entendían qué ocurría y que estaban perdidos desde que rodaba el balón. (Siendo justos, tampoco nosotros entendíamos aquello, pero insistíamos: atacar ocho a la vez, llevar el balón de un lado a otro con pases rápidos, disfrutar de nuestra alegre superioridad numérica, ver a las defensas desarboladas… Cruyff se habría sonreído, y el invento lo parió Sergi).
Qué inmensamente felices fuimos pilotando La Máquina aquel verano. De hecho, hasta donde recuerdo, fui siempre inmensamente feliz en la década larga en que Sergi L. me regaló su amistad, su inteligencia deslumbrante, su verbo afilado y sus ganas de descubrir el mundo. Con el vacío del adiós llega el recuerdo de aquella intimidad que tuvo un inicio y a la que él puso un final, hace ya tanto. Quedan las larguísimas horas en que nos dedicamos a la risa, el contubernio y la juerga siendo los niños inocentes y crueles de Peter Pan. Y ahora, en julio, me viene a la memoria un recuerdo que aún resulta doloroso: nunca pude celebrar sus veraniegos cumpleaños, del mismo modo que, un año tras otro, él faltaba a los míos de marzo, insondable misterio. Hoy da igual a qué fiesta de cumpleaños me remonte, invariablemente, Sergi era siempre a quien más echaba en falta.
Tristemente aprendí hace mucho a añorarle y cuando nos dejó prematuramente, tan joven, tan duro, ya hacía años que una parte de mí se había marchado con él.
Descansa en pau, amic meu.
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