FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Son a penas unos días de Mundial y sin necesidad de llegar al drama de los octavos ya hemos tenido pruebas de que no hay nada en el planeta que pueda equipararse a esto. Fase previa, a años luz aún de la final, y la otra tarde veíamos a Lewanowski llorar al meter, a la tierna edad de 34 años, su primer gol en un campeonato del mundo. Fue feo, fruto de un error del rival, y ni siquiera decisivo: pues ahí estaba, la maquinita de golear llorando como un bebé.
Su sentida reacción ha tenido multitudinaria continuidad en las invasiones de campo con que se celebra prácticamente cada tanto. Durante unas semanas, la gente del banquillo estará súbitamente implicada: durante unas semanas, los suplentes entierran su oceánico rencor y vibran, les va la vida, es el puto Mundial, quién sabe si volverán a vivirlo.
Si la llantina y la demencia relatadas hasta ahora les parecen poco, detallemos las escenas de paroxismo, de manicomio entregado a la metaanfetamina, que ofreció la grada surcoreana (sí, amigos, la única gente del globo que sabe hacer mierdas tales como microchips) tras el empate ante Ghana. Luego llegó la derrota, pero centenares de honrados ciudadanos asiáticos quedaron convertidos para siempre en memes vivientes, y ya son historia, ellos también, de los mundiales.
Sí, y luego estuvo La Bestia. 700 goles metidos, quinto mundial a cuestas, mil noches en que salvó a su pueblo. Pero menos de cinco veces le vimos celebrarlo así, en perfecta comunión entre el androide y los astros celestes. Gritó como gritaban los dios antiguos y concluyó su explosión musitando unas palabras al cielo.
Era Messi, era el Mundial: nada a su altura.
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