FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
18 de diciembre del 2022: el día que murió el fútbol.
Leo Messi, de 169 centímetros, 67 quilos de peso y 35 años de edad empuja, sufre y agoniza para ganar su primer Mundial en el último intento. No hay nadie en el mundo que le haya dado más al balón, ni en esta dimensión ni en ninguna otra. Nadie en el mundo, por tanto, lo merece más que él, y esto, en la beata Catalunya de El futbol et torna el que li dones, vale más que la Creu de Sant Jordi.
Pero ay, el tiempo ha volado, los calendarios se han consumido y el martirologio de La Bestia en los Mundiales ha dejado de ser una exclusiva de la Catalunya Eterna © en insólita UTE con la Demenciada Argentina. Los lustros han volado y urbi et orbe es ya sabido que los siete partidos de este Campeonato del Mundo iban a ser los últimos que el mejor jugador que hayamos visto fuera a disputar. En la final ante Francia, la totalidad de los aficionados del deporte más popular del planeta empujan al niño que el barcelonismo ha mecido desde esa vaselina sobre la horripilante coleta de Mingo. No es hablar por hablar: exjugadores de todos los tiempos, enemigos declarados de la Albiceleste y del Barça, villanos oficiales como Gotze, multitudes enteras en las ciudades más remotas del globo, todos se sumaron a la causa de nuestro diez: nunca la causa catalana arrastró tantas simpatías. El món ens mira, pero a lo bestia.
Y dirán ustedes: ¡Ojo, no todo el mundo iba con Messi! Cierto. No estaba el little Mordor de los que en su día saludaban a Mourinho con proclamas fascistas y tratamiento de profeta. Tampoco los que no comprenden por qué Fede Valverde no ha sido el mejor jugador del Mundial. Ni los que veían a Messi inferior a Robinho, Robben, al Portillo de Madeira. Y con ellos, la Francia de Dembélé, el país que durante diez minutos dijo admirar a Zidane pero que vibra sólo con el Seis Naciones y la Vendée Globe. Y sí, los tres retromónguers árabes del Where is Messi. Seamos justos: podemos dejarlo en que todos los futboleros alfabetizados y de bien del planeta Tierra empujaban a los Otamendis.
Y ahí radicaba el gran drama: no importa cuánto lo deseara en planeta en pleno. Lo que se disputaba era una final de fútbol, no de ciclismo, no de básket. Eran dos horas largas del deporte más injusto del planeta, el que se ha acostumbrado a burlarse de cualquier noción de virtud, de cualquier merecimiento, de cualquier intento de alcanzar un karma de méritos y sufrimientos. Y además tenía de su lado a Mbappé.
Las Parcas, ante el gran drama del último tren de Leo Messi, con un héroe que ya no corre como antaño, al que ya dejaron tocado contra los árabes y paralizado de terror ante México, al que hicieron sufrir con Australia y pusieron al límite del abismo contra Países Bajos, disponen un partido fácil de 2-0 y nos dejan saborear el triunfo más ansiado sin sufrir. Y cuando ya lo teníamos, el fútbol despliega sus alas y en un segundo Mbappé deviene Pelé contra Suecia, y mete dos goles y manda el partido a la prórroga con un equipo argentino destrozado en su moral.
Pero en la prórroga Messi vuelve a hacerlo, ya ha superado a Pelé, a Maradona, a Batistuta, a Matthäus, qué más le podemos pedir a ese dios con el diez a la espalda, para que gane. No, las malditas Moiras no se aplacan y otro penalti, y un último minuto para los anales de las crisis cardiovasculares, y el barcelonismo otra vez ante el horror de los 11 metros. Y contra todo pronóstico, el fútbol zanja en la tanda su mayor injusticia. Después de una final que entra en la historia del deporte, después de la final de la ucronía en que Maradona derrota a Pelé, Leo Messi es campeón del mundo.
Y tras el ruido y la ceniza y las lágrimas de vencedores y vencidos, tal vez convenga pensar, un minuto, en que el mayor éxito de Messi fue merecerlo, merecerlo tanto que unió a todo un planeta tras su causa, merecerlo tanto que cada derrota suya le dolía a media humanidad. Tal vez este Mundial in extremis nos enseñe que en el deporte y la vida no hay mayor éxito que merecerlo, y que no podríamos intentar aspirar a más.
Y mientras las imágenes de La Bestia Parda con la copa nos curan las viejas penas, podemos convenir que la campana de la cocina que llevaba 16 años metiendo ruido se ha apagado y el fútbol yace en paz, al fin. El planeta gira más liviano, y hemos perdonado que nuestro hermano se llevara los mejores genes y nuestro amigo a las mejores chicas, y ya no nos duelen las décadas de madrugar para pagar hipotecas, ni la vida y las ilusiones que se quedaron por el camino. Al menos uno de nosotros, el que más lo mereció, logró que se hiciera justicia en este mundo y protagonizó el increíble bíblico relato del Dios del Fútbol, el de un argentino del Barça que respondía al nombre de Leo Messi.
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