FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Hablamos de once temporadas, 459 partidos, 26 goles, 99 asistencias. Hablamos de un lateral zurdo que aportaba placer y vértigo, cosa rara en una posición traumuatizada por los barjuanes de la vida. Sin la continuidad en el juego de Alves, pero con la habilidad de atacar al espacio y centrar con criterio, de él se puede decir sin atisbo de ironía que fue un puñal por la banda.
Si Alba tendrá su capítulo en el Viejo Testamento del balón, será por su acojonante sociedad con Messi. Inventaron una jugada, el alley-hoop: el Dios del Fútbol la ponía con la zurda y con rosca a la espalda del lateral y el central, Alba atacaba de cara, ya era medio gol; se hincharon a provocar alaridos en una afición que a cada partido comprendía que todo aquello era un abuso. De hecho, el lateral de l’Hospitalet bien podría ser uno de los futbolistas que mejor se asoció con Messi a lo largo de su carrera, en una clasificación de genios universales en que figuran Suárez, Xavi, Alves, Iniesta y Neymar. Su aportación ofensiva y velocidad en defensa (con ese correr característico, pecho palomo, cabeza atrás, Krilin vuela con el 18) nos llevaron a conocerle como MiniMaldini. Pero seamos justos: la leyenda italiana firmó 33 goles y 43 asistencias en toda su carrera en el Milan. Para encontrar una producción superior a la Alba, pocos quedan: Roberto Carlos (70 goles y 102 asistencias con La Banda). Así de cerca quedó Alba del Olimpo. De ese tiempo de felicidad, nada como su gol en la prórroga en una final de Copa que jugamos desde el minuto 30 en inferioridad por expulsión de ese horror llamado Mascherano.
Había algo en el fútbol de Jordi Alba que evocaba la infancia, cuando todos los equipos juegan con 14 delanteros y sin defensas, cuando los campos hacen bajada y sólo se corría hacia adelante. Este fútbol hedonista y risueño tuvo un buen representante en un jugador que sufría en defensa, que perdía marcas, que nos desesperaba contemplando musarañas en el segundo palo. Porque digámoslo todo: Alba se va con sólo una Champions en parte por su culpa, por su grandísima culpa, acusación que sólo Piqué, Umtiti y él merecen escuchar. Nos costaron Champions. En el caso de Alba, si ganó una fue a pesar suyo, y su nombre queda ligado para siempre a las eliminaciones contra el Atleti, a los horrores de Roma y Liverpool.
Ay, Jordi Crepúsculo. «He sido un poco vinagre», dijo en su despedida. Claro candidato a eufemismo del año: qué mal caía Alba, a nosotros y a medio mundo, era nuestro Carvajal, un concentrado de mala leche, antipatía y bilis en efervescencia. Pudiendo ser feliz, en la disyuntiva de devolver algo de su suerte existencial o quedarse en maldito troll cabreado, eligió el camino del troll. Peor aún: hay cierto famoseo en Barcelona que cuando le preguntas con qué jugador se iría de juerga, responde unívocamente con el nombre de Jordi Alba, triste recordatorio que a algunos privilegiados sí les mostraba su joie de vivre; al vulgo le reservaba su peor cara de perro rabioso recién levantado de la siesta.
Y fue así que esta leyenda del fútbol, once años de azulgrana, consiguió ser querido por cero unidades de aficionados, un mérito enorme, un hito sólo a la altura de un mayúsculo cretino. En sus últimas temporadas, conocido ya en las escuelas como Jordi Calba, peleado con todos, se convirtió en especialista en chicharros imponentes y en goles decisivos, regalándonos siempre algunas de las celebraciones más hórridas jamás vistas.
Es de prever que en el castillo de billetes que habitará durante el resto de su vida, Alba reflexionará sobre sus demonios internos y su incapacidad para parecer más persona. Tal vez entonces entienda que en la vida queda la alegría que hemos dado; que por bueno que seas siempre llega un Balde que te arrasa, que a toda alba le llega su crepúsculo.
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