FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Un velocista sale disparado en plena avenida, gana impulso, desafía al viento, verdaderamente parece que va a volar -hasta el momento fatídico en que se rompe un tacón, cae y pide el cambio-. La ambulancia llegar puntual a Aristides Maillol esquina Bulevard de las Ilusiones Perdidas, los camilleros reconocen al herido, compadreo, le saludan con extraños artificios dactilares, qué pasa Dembo, otra vez, crack. Desde el suelo, les mira con su característico esguard idiotizado, ajeno a toda emoción, abre la boca y uno no sabe si amaga con una sonrisa o con una de sus raras iniciativas verbales. No sale nada de ahí, sorprendentmente tampoco cuelga un hilo de baba, desde luego no se le ve consternado por su infortunio: a fin de cuentas, no es él quien, sino nuestro orgullo como pueblo, el que irá al hospital.
Dembélé, a bordo de la nave desde el infausto 25 de agosto de 2017, encarna como nadie un mal secular, un terror colectivo y una pesadilla recurrente: la estafa que se abate implacable sobre nosotros, amparada en nuestra incompetencia y falta de insistintos violentos. Esa vergüenza íntima y colectiva de saberse burlado, esa reparación del radiador por la que te clavaron 900 euros, ese cambio del piloto trasero del coche que por arte de birlibirloque se fue hasta los 640 euros, incluye mano de obra; esa subida en tu factura de teléfono que juraron que no se daría. Los pueblos no violentos pagan un precio por su blanda estoicidad.
Pero existe un agravante. No hay en Dembélé sólo una pulsión ladrona, una cleptomanía desaforada. El hombre de los 332.920 euros semanales, has leído bien, José Francisco, no hace que nos hierva la sangre por su formidable fortuna en el mundo de los vivos. Somos, al fin y al cabo, catalanes, gente acostumbrada al expolio y al insulto. Es otro factor el que nos saca de quicio y nos impele a situarle en el once de los horrores, en esaa alineación maldita a la que increparemos hasta el día en que la espichemos (recordemos, están ahí Pepe Reina; Semedo, Mascherano, Puyol y Barjuan en una jungla de populismo, sobacos agitados e incompetencia; con Gabri, Popescu y Arturo Vidal en la creativa medular; con Coutinho, Saviola y Dembélé rompiendo desde la delantera cuanto de bueno pueda haber en el mundo).
El Mosquito, semejante apodo debió advertirnos, merece todo escarnio porque encarna la eterna promesa rota a la que todo le será perdonado. Y eso ya no: si somos catalanes en el masoquismo, también lo somos como pueblo temeroso de dios, y una cosa sabemos: QUI LA FA LA PAGA y Jahvé culminará la venganza. Pero Dembélé entra en esa categoría odiosa del sinvergüenza a quien todo se le disculpa una y orta vez: es que tiene mucho talento, dicen de él nuestros mayores. Como el primo hijo de puta que encadenaba las peores gamberradas sin pringar jamás por ello, se cagó en el recibidor, robó motos, agredió a profesores; jamás le quitaran la PlayStastion, es que es muy especial.
Con Dembélé debimos abrazar ya las persecuciones públicas antorcha en mano después de cierto horror. Era la ida de una semifinal de Champions, Messi había tirado del equipo y el resultado era de 3-0. El Liverpool se desangraba; no podíamos saberlo, pero era la última posibilidad de La Bestia de alzar la copa más querida. En el minuto 96 con nueve segundos y Dembélé, que a penas lleva cuatro en el campo, defecó este remate que habría liquidado la eliminatoria.
Pero le perdonamos, tiene tanto talento, el mes que viene se saldrá.
Y sí, tenemos ojos en la cara y sabemos lo asombroso que resulta un ambidiestro, el potencial de esos recortes y esas carreras y frenadas. Todo lo hemos visto. Pero ocurren dos cosas. El hombre de los 17.311.840 euros anuales no rendirá jamás como podría porque en primer lugar estará lesionado y en segundo lugar porque tiene un severo problema cognitivo en cuanto a comprensión del fútbol. En esta su quinta temporada, sigue sin entender nada en absoluto, fallando pases, perdiendo balones, evitando toda combinación con sentido. Y a nivel de idea de juego, es difícil que encaje: es un F-14 aterrizando en una pista de karts, not gonna work.
Sin embargo, a veces marca, y en ocasiones, firma golazos antológicos, aunque en esta temporada, cuando debía convertirse en el gran líder del ataque, ha metido un triste gol hasta enero, fue a un Segunda B. En total suma 30 dianas en estas quatro temporadas y media. Nos preguntamos: ¿cuántas llevarían Cuenca, Tello o Adama? ¿Cuántas llevarían usted, el pobre José Francisco, el vecino obeso del tercero primera?
Lo cierto es que el Barça ha tocado fondo y debe rehacerse desde la autoestima y la identidad. Eso excluye al hombre que desde 2017 ha metido un único gol relevante, que acabó valiendo el pase a una final de Copa del Rey que se ganó. Ese gol, como todo lo bueno que ha hecho Dembélé, fue tan sensacional como raro. En este momento no queremos genios quebradizos que no sobreviven a un rondo, no nos lo podemos permitir. Queremos puro Barça, y nunca hizo falta que un extremo fuera un superdotado para que el equipo llegara a lo más alto. ¿Se parece Dembélé a Pedrito? ¿Se parece al pobre Villa, o a Giuly, a Goiko? No, a ellos no se parece. Tampoco, ni remotamente, a Ronaldinho, Neymar, La Bestia Parda o Stoichkov. No es tiempo de ladrones. Y la poca fe que nos queda no la gastaremos en este fraude que lleva un lustro viviendo del subjuntivo.
Queda una salida, para él y para todo cafre que aún crea, aún perdone y aún espere: Kill Paff, adiós, adiós.
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