Con el paseo del Liverpool ante el Inter se ha confirmado la presencia de todos los equipos ingleses en cuartos de final de la Champions. Asisto admirado al torrente de elogios hacia la Premier League, considerada ya la mejor del mundo.
Como antiguo corresponsal deportivo en el país de las pintas, considero absolutamente ficticia la supremacía de esa Liga. La Premier tiene cuatro equipos de una potencia económica por encima de lo normal. Manchester United, Chelsea, Arsenal y Liverpool se han beneficiado en los últimos años de la fuerza del pound respecto al euro y de la fiscalidad británica a la hora de convencer a los cracks para fichar por sus equipos. Sus plantillas destacan por la obsesiva ausencia de ingleses -los inventores del fútbol no han logrado meterse en una Eurocopa donde sí estarán Grecia, Rumanía, Suecia, Polonia o Turquía- y sus directivas, por la presencia de inversores extranjeros que tanto podían haber aterrizado en Londres como en Viena.
Sin embargo, juzgar una Liga por el nivel de sus grandes es un error. El Aston Villa, el Bolton, el Newcastle, ésos son los equipos que hay que mirar, para comprobar que juegan estrictamente al patadón y que tienen como estrellas a antiguos cracks que viven de sus glorias pasadas. «En España jugar bien es un concepto relacionado con la calidad y el toque de balón. En Inglaterra, jugar bien sólo tiene que ver con la intensidad y el ritmo», dijo sabiamente Laudrup un mes atrás.
Siempre es más fácil destruir que crear y contragolpear a jugar al ataque, y ése es desde siempre el secreto del horror balompédico británico y la clave de sus triunfos. El Arsenal juega bien, es cierto. El Manchester, a veces, también. Más o menos como el Barça, o el Villarreal. El resto juegan a lo que pueden, a acumular tíos atrás, a cerrar todas las puertas al rival y a machacar al contragolpe. Malouda, fichado por el Chelsea este verano, parafraseó a su manera a Laudrup: «Durante los partidos es como si los cerebros de los jugadores se apagaran. La gente juega por instinto, como lo hacían cuando descubrieron el fútbol por primera vez».
Que no corren tiempos de poesía en el fútbol europeo es cierto. Que Inglaterra es un sobrevalorado jardín futbolístico del que sólo deberíamos clonar sus horarios, sus pubs, y su cerveza, también. Tranquilidad, pues: el día en que Xavi, Iniesta o Deco deban mirarse en Mascherano, Carrick, Mikel o Flamini queda aún muy lejos. Por el bien del fútbol de toque.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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