«Había llegado ya a la edad (tenía cuarenta y siete años) en la que las jóvenes miran a través de ti, más allá de ti: miran a través de tu espectro, lo que tal vez sea una desgracia muy trillada, pero claramente es un hito en tu despedida, en tu viaje al reino de los muertos. Susurras “adiós” una y otra vez…: que Dios esté contigo. (Porque yo ya no lo estaré)»
Perro Callejero, Martin Amis
Fue la obra cumbre de La Banda. Una explosión de orgullo y talento. Una demostración de juego sucio y competitividad. El mejor partido de fútbol que este monumento a la vanidad ha hecho en un par de lustros. Sin nada que perder, con una crispación interna terrible, mostraron una tensión en las pupilas que desde el calentamiento producía pavor. Nunca como ayer ha estado este Madrid -en esencia, el mismo que parió Capello-, había tenido el dao a este nivel.
Podría pensarse que la victoria refuerza a una Banda que encontró las debilidades azulgrana, que hizo más ocasiones, que exhibió ante el mundo el nivel impresentable de Piqué. Podría creerse que con su alineación terrorífica, con un Özil estelar y CR Ceja brutal, con el mejor Benzema, ahora sí ven una posibilidad de ganar a este Barça en la Champions.
Pero no se engañen: el nivel de fe de La Banda de ayer es sencillamente irrepetible. Fue su capolavoro y no les alcanzó. Ya nunca les alcanzará, a pesar del ensordecedor estallido de la Central Lechera de Florentino, que resucita desvergonzadamente el villarato. A pesar también de su extraordinaria alineación. Basta detenerse en las miradas de los jugadores de Mourinho al final del partido para saber que tienen razón: imposible ganar. Desde mañana, en esa caseta vuelven los celos, los odios, las inquinas, la miseria y esa maldición que reza que un vestuario roto es un imán de mala suerte.
Miren esos ojos: imposible. No a este Barça. Viajan hacia el reino de los muertos. Deberán convivir con el tormento de saber que las mujeres ya no les miran, de tener la certeza de que Dios no volverá a estar con ellos.
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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