«El agua chorreaba desde la nuca empapada hasta el cuello de la camisa. Las botas estaban frías y húmedas. Encender un cigarrillo era una empresa difícil y complicada que requería la colaboración de todos».
Unos buenos zapatos y un cuaderno de notas. Antón Chejov.
Aquí en el Mediterráneo hay ciertas cargas futboleras que nos afligen. Una de ellas pasa por tener que sufrir esa maldición llamada lluvia. Más trágico resulta jugar cuando hace frío y sale vaho de las bocas y las cabezas humean, y uno tiene los dedos de los pies enrojecidos y la certeza de que aquel defensa gordo está a punto de darnos un balonazo en el muslo.
Por eso cada vez que el Barça visita la Europa del Este nos llenan de terror esas fotos de nuestras figuras enfundadas en todo tipo de lanas futuristas para contrarrestar el frío. Qué cosa nefasta. Si en nuestro imaginario todo lo que sea pasar del Besòs ya es enfrentarse a temperaturas despiadadas, esa sensación se multiplica por 1.000 cuando uno menta Rusia, con un horror llamado Siberia al que Chejov viajó una vez para dejar unas líneas inmortales.
Así, las visitas del Barça a esas estepas bien pueden verse como misiones destinadas a la civilización de territorio bárbaros donde la única ley es el frío. Si respirar ahí es jodido, imaginen dar dos pasecitos al primer toque o ir al choque contra un rubio bigardo de roja nariz. Estuvo enorme el equipo de Xavi y Messi con esa victoria, con un fútbol que parecía una pregunta a los rivales: «¿Cómo podéis jugar en este lugar?».
La cita, sobre todo, nos dejó una imagen de esfuerzo evangelizador. Ocurrió cuando Iniesta desasnó a Suchy junto al banderín de córner. Tras el último recorte, el ocho del Barça susurró una frase en perfecto ruso: «¿Te ayudo con ese cigarrillo?».
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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