FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
En enero de 1821 Lord Byron escribió lo siguiente sobre Walter Scott: «¡Qué hombre tan maravilloso! Estoy deseando emborracharme con él». Esta escueta anotación en su diario personal da luz a la decisión de Guardiola de irse al Bayern.
Habrán escuchado en los últimos días que El Mite ha elegido el camino fácil y que se ha ido a competir a una liga de segundo nivel para evitar a las superplantillas de los magnates de la Premier. Habrán oído también que Guardiola es un cobarde que ha querido a toda costa evitar nuevos enfrentamientos con Mourinho, esa némesis precaria que le ha dado el fútbol.
En esta Cueva no podemos estar más en desacuerdo. En primer lugar, Guardiola tiene mucho que perder en Munich porque sus triunfos en el campeonato local serán triunfos menores: el Bayern es el gran monstruo del fútbol alemán y sólo es noticia cuando no gana. Ganar la Bundesliga con récords de goles, puntos y pases con el exterior del pie será un triunfo que automáticamente quedará minimizado. Guardiola compite contra su propia leyenda y necesita la Champions. Y eso, amigos, no es fácil cuando campa por Europa una máquina de arrasar llamada Barça. Sí reconozco a sus críticos que la vanidad de Guardiola es tan grande como la de Mourinho, pero precisamente por eso ha querido darle una pequeña lección a su archienemigo: en fútbol no cuentan los piques entre entrenadores, en el fútbol mandan los jugadores, la tradición, los estadios, las gradas. Y mientras la estirpe de horteras posmodernos que han puesto de moda a rebufo del portugués habrían elegido con los ojos cerrados al City, Chelsea o PSG, Guardiola ha apostado por una de las esencias de fútbol más puras que quedan en el mundo. Por un campeón de siempre, plagado de leyendas, donde ganar es obligación y que ha escrito su historia de la mano de los mitos que hoy integran su directiva.
Claro que Guardiola podría haber ido a casa de Abramovich, pedirle la llave de la caja y alejarle de Stamford Bridge a patadas. Pero Pep sabe que siempre habrá un lugar mejor donde hacer de presidente. Y además, hay algo más importante: a Pep le apetece hablar con Rumenigge de sus regates, con Hoeness de la presión adelantada. A Guardiola le apetece hablar de fútbol con gente que no ha sido antes concejal de urbanismo, gente que sabe cómo huele un peto mal secado.
Y no hay duda de que si algo le podía devolver las ganas de volver es precisamente la perspectiva de esa primera cena con Beckenbauer en Baviera, en que se mirarán a los ojos y se confesarán que estaban deseando emborracharse juntos.
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