Bajas pasiones

Violentos

5 diciembre , 2014

El fútbol ha revisitado esta semana algunos conceptos que siempre han estado ahí pero que habitualmente tienen a bien mantenerse en un ruidoso segundo plano. Ya saben: barras de acero, cadenas, politraumatismos, lanzamiento de cuerpos inertes al río, muerte. La galería de horrores no se ha detenido ahí y a la violencia siguió el vergonzante desfile de entrenadores, presidentes, dirigentes y ministros, escandalizados y compungidos y condenatorios todos ellos. 

Al debate le sobra jeta y le sobra buenismo.

La jeta la ponen esos clubes que llevan años amparando a los ultras, mirando a otro lado. Esos presidentes que han tenido apoyo social y decibelios a la carta procedentes de una gente a la que, si uno no es un psicópata, nunca querría tener en su equipo. En el Barça sabemos mucho de eso. ¿Pactos electorales con ultras? ¡Antaño y hasta hoy, en una formidable coalición de pijerío de Sant Gervasi con el extrarradio más montaraz! ¿Presidentes que han presumido de su pertenencia a los Boixos Nois? ¡Cómo, no, para eso estaba el peor presidente que vio el club hasta la llegada de los Sandruscus! Hay más: ¿conspiraciones de antiguos directivos para agredir a un presidente con el conocimiento del futuro y bigotudo asesor presidencial? ¡Aaaadentroo! Eso ha sido el Barça desde Núñez. Así que, en azulgrana, ninguna lección, aunque podamos decir que Laporta fue uno de los primeros en ponerse serio con el asunto. 

Luego está el resto. No hay club que no tenga perfectamente localizado y acomodado a su grupúsculo de bárbaros no escolarizados. Desde siempre se ha sabido dónde beben, con quién se pegan, qué armas llevan, cómo se financian.Las entidades, ya lo saben, no han movido un dedo y les han permitido formar parte del paisaje como si fueran el banderín de córner, el marcador electrónico u otro mobiliario imprescindible para la práctica del fútbol. Una cosa es impepinable: nada hay más fácil que prohibir la entrada a esa gente.

Pero en este rincón nos molesta también la cosa buenista. Ustedes, que habrán oído hablar del Estudiantes de The Animals, que vieron al Athletic de Bilbao de Clemente, que se escandalizaron ante la salvajada indigna de La Banda de Mourinho, ustedes saben que la agresividad gana partidos. Y no se les escapa que el hecho futbolístico básico es la patada y que éste es un deporte que por lo general practican bípedos equipados con dos codos por individuo. Ocurre además que tres o cuatro pares de ojos tienen que controlar a 22 adultos incontrolados y que la voluntad de ganar puede deformar hasta al más pacífico. El fútbol, en efecto, es un simulacro bélico poco sutil, en que hay raros que castigan al rival con balón pero en que, por lo general, se apuesta por el sudor, el empujón y el insulto.

Contamos eso porque en los últimos días se han oído cosas asombrosas. Parece ser que gritar desde la grada al árbitro es ahora cosa de homicidas y que no admirar a Federer es claramente sospechoso. Pronto será obligatorio recitar a Kipling antes del inicio de cada parte. En fin. La agresividad, como cuentan los psicólogos, la descubren los niños el día que descubren que el mocoso de al lado tiene una galleta y ellos, por todos los satanases, no. Desnaturalizar al ser humano, pretender que ese niño conjugue un par de subordinadas para pedirle la galleta al vecino, es tan absurdo como desnaturalizar el fútbol. 

El fútbol, decimos: un juego donde la agresividad suma, la fuerza cuenta y la intimidación y el griterío ganan eliminatorias. Un juego que late desde Sudamérica y Europa, convenientemente alejado del bostezo finlandés, un juego algo brusco y que gusta a los espíritus simples. Negar todo eso tiene poco sentido. La ecuación no debería ser tan difícil: ultras y violentos y gente proclive a golpear carne humana, mejor que se peguen en sus bares, si allí les dejan entrar. Por eso, amigos, rechazamos a los violentos y les confesamos, perdón, que nos producen similar aversión a la de ciertos pagafantas. La cosa tiene sentido: tan poco aman al fútbol los unos como los otros.

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