FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
En los últimos días nuestro salvaje y hermoso deporte se ha visto zarandeado por tormentas de pubertad e infamia. La cosa empezó con el ojo de halcón: la FIFA, ese cártel de delincuentes presuntos o consumados, convirtió el Mundial de Clubes en escenario de prueba para esta tecnología. Pero atención, ya no se conformaba con la observación del bote en la línea de gol, sino que ampliaba la toxicidad del asunto al rearbitraje, vía vídeo, de las jugadas polémicas.
El invento fue como fue: dos de las potencias que participaban en la competición, Atlético Nacional y Kashima Antlers, vieron cómo el juego se interrumpía para que varios sabios revisasen un monitor con miradas graves. En un lance concreto, tras repasar las imágenes, el árbitro pitó penalti por zancadilla del señor Berrío al señor Shibasaki. La vergüenza. Pero tras ese horrendo rearbitraje audiovisual, la grandeza del fútbol se impuso sobre los capquadrats: se conoció que toda la jugada debió ser invalidada por fuera de juego del ya mencionado señor Shibasaki. Pero no fue así y el honor y la furia de nuestro deporte se impusieron.
Los atentados no han acabado aquí. Marco Van Basten, a quien claramente se le está haciendo larga la condición de exfutbolista, apareció la pasada semana con un decálogo de movidas para mejorar el fútbol. Lo terrible del caso es que sus pensamientos han generado debate y ha habido gente que ha considerado que la 2, la 4 y la 7 son interesantes, y que aquella y la de más allá resultan imprescindibles para Occidente. Pues miren, no.
De entrada, el fútbol no es algo que necesite ser mejorado. Si hay 1.200 millones de tíos en el mundo que juegan a este asunto, seguramente algo le han visto. Además, uno intuye que detrás de esta voluntad superadora del más planetario de los juegos hay cierta tendencia a la eugénesis y eso no mola. Señores, mírense al espejo y amen a sus hijos feos.
Es cierto que en un senado de 1.200 millones de pájaros lo lógico es que se cuelen elementos peligrosos y por alfabetizar: en el Barça, sin ir más lejos, amasamos a una proporción asombrosa de ellos. Pero existe el riesgo de que Infantino y sus chavales nos roben nuestro deporte, nuestro maravilloso deporte de Materazzis, uruguayos y cafres de todo pelaje, un deporte que nunca habría adquirido su condición de religión sin el factor potra y ese ingrediente mágico que es la injusticia.
Es cierto que las normas han evolucionado en el fútbol y felizmente los Quincazos de La Banda de Mourinho se arrejuntaron en un momento en que existían las tarjetas de colorines. Uno podría llegar a convenir que proteger el juego técnico y penalizar la violencia es una buena causa. Pero nunca jamás daremos el visto bueno a nada que permita avanzar en dirección al mundo del Excel.
¿Cuál es ese mundo? Es un mundo de gente triste y con alma dañada, al estilo del Calvo Chip, que entiende el fútbol como el resultado de un sumatorio. Son gente que cuenta córners, cuenta faltas, cuenta ocasiones, cuenta semiocasiones y cuenta acercamientos y minutos de posesión. Cuando acaban de contar, ya tienen el nombre de quien merece ganar. Escuchen, no cuenten mierdas: griten, por el amor de dios, griten o recen o insulten. Hay mucho trabajo evangelizador por hacer con esta gente que, en esencia, no puede soportar la mera suposición de que el resultado final de un partido no responda a lo que aparece en su hoja de cálculo, porque esa gente ataca la misma raíz del fútbol y reniega del poder del azar y el capricho.
Amigos, preservemos nuestro juego, decimonónico y bárbaro, del horror obeso que es el béisbol y de esa insufrible tendencia norteamericana a convertir el espectáculo deportivo, el del arte, la pasión y la guerra, en una maraña aritmética. Ni un milímetro atrás. Y cuando algún mónguer rebuzne, hagamos como el gran Christian Gourcuff: se apresuró a buscar un micrófono y en un civilizadísimo francés lo tildó de «connerie inconmensurable«. Dicho en vernácula, «mierda inconmensurable».
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