FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Iniesta, tres sílabas, torrente de recuerdos y afectos, la tez fantasmagórica, un eco de fútbol irreal. Nuestra relación sentimental con los futbolistas comienza en esta era cuando alguien advierte de que viene un prodigio. Era finales de los 90 y ya habíamos oído hablar del pequeño fenómeno de un pueblo de Albacete. Y ya saben que su ascenso al Olimpo fue lento, tántrico, cuajado de suplencias y Decos y cambios de posición, y lastrado por el gaspartismo, la peor plaga que ha conocido este club hasta que se asomaron Rosell y sus chavales.
La casualidad y la profesión me brindaron la posibilidad de conocer al astro. Igual era 2006 cuando supe que Iniesta era un coleccionista voraz de la serie Campeones, la de Oliver y Benji. Había contactado por mail con un amigo de un amigo y esa dirección de correo acabó en mi poder. Como el periodismo es tan parecido a la pesca, allí fue con el balón en los pies y me pareció bien lanzar el anzuelo y esperar respuesta. Llegó.
El caso es que uno rondaba los 25 años y se creía inmortal e irremisiblemente condenado al éxito. Y el mundo lo veía fácil y con optimismo: la columna que le envié se titulaba El ángel exterminador, era un elogio enfebrecido del futbolista que acababa así: «El pueblo barcelonista se seguirá pavoneando como una embarazada oronda y orgullosa, que guarda celosa un secreto: lleva dentro al futuro Balón de Oro». El bueno de Iniesta agradeció esas líneas y al poco le pude abordar en solitario en una zona mixta: era un paso importante, un ascenso para el imberbe periodista que era entonces. La conversación iba a ser breve y era mejor no cagarla: Mary Jane tenía muchos aspirantes. Y así me lancé:
-Para ganar el Balón de Oro, tienes que meter 15 o 20 goles en un año, en plan Lampard. ¿Lo ves posible?
-Uy, bueno, [risas, sonrojos]. Yo creo que sí.
Nos equivocamos, ya lo ven. Éramos niños y la vida no nos había dado cornadas.
Un tiempo después, escribí un artículo en que anunciaba que Puyol se largaba al Milan. Con mis fuentes y mis llamadas, erré. El entonces capitán e Iniesta compartían representante, eran amigos, con unos lazos tales que al conocerlos años después me ayudaron a entender por qué igual que aquella fuente llegó, se fue. Habría sido una bonita amistad entre dos adoradores del dorsal ocho. Después dejé el periodismo deportivo y ya no volví a lanzarle miradas de despecho en la zona mixta del Camp Nou.
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El mejor equipo de la historia no se explicaría sin Iniesta. Un superdotado técnicamente que parecía haber inventado el juego de posición en la pista de fútbol sala de Fuentealbilla y de quien se dijo durante muchos años que era el mejor recuperador de balones del equipo. El mejor en su posición, en un estado superior al de otros centrocampistas legendarios de esta era: Pirlo, Gerrard, Lampard o Totti le han mirado desde abajo. Pero todo ello con el mérito añadido de que Iniesta jamás buscó el lucimiento personal. Era un jugador de equipo, y por eso su equipo fue la barbaridad que fue.
La supremacía absoluta del Barça de Messi, Xavi e Iniesta se fundamentó en esa superioridad aplastante en el centro del campo. El Barça llenaba con tres tíos esa esplanada inmensa donde otros necesitan a cinco estibadores. Lo lograba por la sabiduría inmensa de Busquets, Xavi y el genio manchego. Siempre bien colocado. Siempre dispuesto a machacar al rival con su endemoniado cambio de ritmo, con el mejor control orientado de la galaxia. Con el tiempo me ha parecido entender su lógica: ‘Soy Iniesta, merezco un respeto y si invades la zona de seguridad, te crujo’. Ese uno contra uno, además de su sobrenatural dominio de los espacios, hizo que a pesar de los pocos efectivos, el Barça siempre mandara en la cocina del fútbol. Jugábamos con uno más porque había que contar la pelota: estaba en posesión de Iniesta, iba con nosotros.
Cuando uno piensa en esta era dorada que hemos vivido, acaba concluyendo que, si a fútbol se jugara sin áreas, Iniesta ha sido la fusión perfecta entre Messi, el más grande de siempre, y Xavi, el mejor futbolista de la historia del Barça. Lo mejor de cada uno, por eso fue El Tercer Gigante. Su monumental obra deja cimas inalcanzables como sus partidos en Da Luz o el antológico recital de San Siro en semis del 2006. Visto en perspectiva, su entonces amigo íntimo Víctor Valdés y él mismo fueron los grandes artífices de aquella Champions.
Su capacidad para el regate dejó obras maestras como esa travesura en Moscú, que incomprensiblemente no apareció recogida en Guerra y Paz.
También babeamos y nos refocilamos con aquella barbaridad contra el pobre Cointreaux, con el mítico eslálom ante la turba analfabeta del PSG, con el día que definitivamente devino Nuréyev o con esa proeza postrera ante el Sevilla: pobre Lenglet, no conocía la antigua norma de La Masia -deja que te vengan, pásala en el último momento, crea más espacio y entonces, zas, lo ocupas-. Puede que uno de sus goles más bonitos y más olvidados fuera éste ante el juvenil del Trajana.
Pero si hubiera que elegir dos suertes en que Iniesta mereciera su condición de crack mundial absoluto, eso serían sus antológicas croquetas y sus pases al hueco. Con las primeras mostraba una mala fe y una inquina tales que hacía que en estadios y bares de todo el mundo se gritara la célebre máxima No entres de golpe. Pero nada como sus pases para comprender la agresividad y el sentido competitivo de este gigante, que nunca dio un palo pero que hacía mucho más daño con sus envíos profundos, fortísimos, milimetrados o amortiguados al pie de Dios. Ese pase con el interior de su pie derecho de jade, ese pase nos mecerá en la eternidad.
Pero nadie era perfecto e Iniesta ha sido, increíblemente para su nivel, un chutador nefasto, que desesperaba a la afición, que nos recordaba a los niños pequeños. Una calamidad completa, hasta que.
El alarido nos acompañará ya siempre. No hay culé que no recuerde con quién estaba, a quién se abrazó. La grandeza de Iniesta queda condensada en ese empeinazo milagroso que ha quedado como el grito por excelencia del mejor equipo que hayamos visto.
Su asombrosa carrera le ha llevado a poder discutir la condición de ser el mejor socio que jamás tuvo Messi, el Dios del Fútbol. Se lo pueden discutir dos colosos como Xavi y Alves, y ya. Otro logro único que atesora para sí es el de ser el máximo asistente en finales de la historia del Barça. Lo saben Eto’o (Roma, 2009, que recibió de un tío lesionado que aquel día se jugaba la salud) La Bestia Parda (Wembley, 2011, en la celebración de todos los tiempos) y Rakitic (Berlín, 2015).
Pero insistamos y volvamos a lo básico: nunca buscó su lucimiento. Fue un tío de equipo, un compañero diez, un capitanísimo cuando le tocó. Si con su talento y su desborde se hubiera criado en otra civilización quizás habría quedado en algún fuego de artificial tipo Guti, o Arda Turan, en uno más de ese tropel de mediapuntas fraudulentos. Pero se crió en el Barça y tocaba, y movía, y tocaba y creaba espacios para ocuparlos y martirizar al rival.
Y luego viene el cómo. No se puede explicar el fenómeno Iniesta sin recordar la experiencia estética insuperable que ha sido verle moverse por el césped. Él no corría; flotaba. No sudaba; respiraba. No esprintaba, se deslizaba. Pocos felinos pueden presumir de una elegancia que tal vez en nuestro tiempo sólo Zidane pueda reclamar para sí. Su fútbol sencillo, aseado, mercúreo, fluido: un placer para toda la vida.
Ay, Iniesta. Por nosotros podía haber sido un paquete, tanto le quisimos. Por ponerse un escudo del Barça en la piscina de casa, ahí donde otros ponen réplicas hipebólicas de sus penes en oro macizo. Por pasarse la mañana siguiente al Iniestazo llorando viéndose el Youtube entero de su gol. Por habernos salvado el culo en París, 2006, ante el horror perpetrado por Rijkaard, Ten Cate y Eusebio, que prefirieron a la infamia de Van Bommel.
Y sobre todo, porque es muy probable que nunca haya habido y nunca vuelva a haber un futbolista que haya llorado tantos cubos de lágrimas por este club que viste de azulgrana, quiere el balón y donde una vez jugó Iniesta.
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Lo cierto es que uno no puede creer que vaya a pasar el resto de su vida sin volver a disfrutar del juego callejero y museístico de Iniesta. Uno no puede creer que no volverá a contemplar su rostro, perdido entre las musas del centro del campo, para asombrarse de cómo el fútbol (y la vida, y los abismos interiores) devastaron sus facciones y su juventud. Uno no lo puede creer y seguramente por eso lloró Xavi en la despedida de su viejo socio.
Iniesta, que se casó ante el mar de mi infancia, que un día decidió retirarme la palabra. Iniesta, que nunca faltó a responder los mensajes etílicos de las Champions conquistadas. Iniesta, un héroe para siempre jamás.
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