FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Han pasado cuatro meses desde esa semana de agosto en que muchos de nuestros amigos, cuarentañeros, cínicos y mil veces derrotados, confesaban haber llorado con los sollozos de Messi en su adiós al Barça. La sensació de fracaso colectivo, la mancha de vergüenza y los impulsos homicidas no han sido buenos compañeros a la hora de averiguar qué pasó ahí. Han aflorado, sin embargo, algunas certezas.
Vayamos ahora a las partes menos conocidas de la historia. Como por ejemplo: ¿qué pensaba el vestuario del asunto? Simple y llanamente, que Messi debía irse. La más larga explosión de fútbol jamás vista comportó también que La Bestia ejerciera un control total de lo que se hacía y decía en el vestuario. Es sabido que nada hay peor en el mundo del deporte que un veterano y como tal ejerció Messi. Diferentes testigos acreditan que en los últimos años el vestuario del Barça era «un lugar triste», donde el nivel de pánico y paranoia llegaban al punto de que cuando aparecía un futbolista nuevo nadie se atrevía a saludarle o a hacerlo de forma entusiasta hasta que el diez lo hacía. Era así como sabían si era de su agrado y evitaban meterse en líos. Y un vestuario triste y acongojado nunca ha ganado nada, y seguramente nunca lo hará.
Ah, pero atención. Los capitanes. ¿Cómo vivieron ellos el psicodrama? Pues cuentan en el Camp Nou que Laporta se reunió en privado con ellos en Austria, durante el stage, para comunicarles la buena nueva: Messi se iba. Y Busquets, Sergi Roberto, Jordi Alba y Piqué, con sus distintas relaciones de proximidad al Rey Sol, con enormes sumas de dinero ganado en primas que debían a La Bestia Parda, con contratos que en muchos casos debían a Messi, tuvieron una respuesta unánime: el silencio.
Entonces Pilato, viendo que nada adelantaba, sino que más bien se promovía tumulto, tomó agua y se lavó las manos delante de la gente diciendo: ‘Inocente soy de la sangre de este justo. Vosotros veréis’
Posiblemente dos cosas se les cruzaron por la cabeza. La primera, que nada amenazaba tanto sus propios contratos como la continuidad del mejor jugador de la galaxia. La segunda, que habían vivido demasiado tiempo en un régimen jodido, y que tal vez era el momento de abrir persianas, encender la calefacción y comprar un geranio para el raconet del vestuario. Sabían que para dar un salto de nivel -eran ya dos años seguidos sin ganar la Liga y cinco sin oler una final de Champions– había que apostar por el colectivo. Exactamente lo mismo pensaban en el club, desde Alemany hasta la última grieta del estadio.
¿Había alguien que prefiriese la continuidad del genio?
Sí: la afición, con retromóngueres como el que les escribe. Nuestra tesis, es sabido, es que el club vivió 120 años y vivirá otros muchos siglos, pero que Messi sólo hay uno, y que le queríamos nuestro y sólo nuestro del primer al último día. Eso queríamos, alargar nuestro pacto con el diablo. Si cualquier otro presidente nos hubiera arrebatado ese privilegio, se habría desencadenado una sangrienta toma de la Bastilla en Aristides Maillol. Pero del mismo modo que sólo un gobierno de derechas podía acabar con la mili obligatoria, sólo Laporta podía tocar el botón nuclear sin quedar calcinado.
Una cuestión peluda queda pendiente. ¿Pudo Messi hacer más para seguir? Es opinable: habría sido como pedirle a Jordan que se dejara humillar por un rookie sin tomar represalias, como pedirle a Ali que cerrara la boca. El futbolista total que semana tras semana, en Huesca, en Coruña, en Sevilla o en el Bernabéu arrasaba con todo se forjó sobre un talento único y una competitividad de androide, psicopática, antinatural. La Bestia Parda reconoció en una entrevista que sabía exactamente cuánto dinero tenía y dónde. La Bestia Parda, que se levanta por las mañanas conociendo la distancia en títulos que le saca Alves y los millones de euros que cobran sus compañeros de profesión -y posiblemente otros deportistas de otras disciplinas-, no nació para Gandhi, sino para Gengis Kan. Messi no habría aceptado nada que no fuera cobrar como el mejor, porque eso exactamente es.
Y con este fresco renacentista, ante nuestro nefasto reflejo en el espejo, volvamos ahora a buscar a Judas y a preguntarnos quién vendió al Dios del Fútbol. ¿Fue el propio futbolista, incapaz de hacer un gesto con el club que le dio lo que los humanos nunca soñarán? ¿Fue el postrero presidente, que vendió tot anirà bé cuando nos dirigíamos al iceberg? ¿Olvidaremos el lustro de la infamia de Bartomeu, @Fiscalía, que arruinó al club entre aplausos de la Barcelona Cayetana? ¿Fueron los entrenadores que se plegaron a su poder, Ponélo a Cou, que tiene gol, que se escuchó en Anfield? ¿Los compañeros de equipo, que asumieron como inevitable que su lugar de trabajo fuera un aterrador Gran Hermano, y que con escasísimas y germanas excepciones nunca opusieron objeción alguna a ese poder omnímodo del astro? ¿O igual fue la afición -siempre supimos que algo iba mal, aunque fingimos ignorar el precio de tanta grandeza-?
Estimados, todos salimos en esa foto, y cada uno de nosotros tiene en el cajón dels calçotets una monedita de plata. Fue el bajísimo precio que pagamos por vivir desde la primera fila, subidos a la misma chepa de Aquiles, la epopeya de la caída de Troya, la historia del mejor de siempre.
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