El mito

El Dios del Fútbol (y 10): El pueblo elegido

29 diciembre , 2021

«…Y esto sucederá así por los siglos de los siglos, mientras los niños sean alegres, inocentes y crueles».

Peter Pan, J. M. Barrie

Se fue Messi, y de pronto, éramos la Ligue 1. Entre los 20 equipos de la Primera española y estaban el Angers, el Brest, el Troyes, el Saint Étienne, el Clermont, las putas mierdas todas. Era agosto, aún lucíamos ojeras y al mirar a nuestro once comprendíamos que en la formidable transformación propiciada por el adiós, nos habíamos convertido en el Olympique Lyonnaise, de qué si no íbamos a tener a Memphis como superestrella. El Atleti, sí, era el sorprendente campeón, el Lille. Y sórbanse y reciban nuestro abrazo: quién iba a ser La Banda, sino el PSG.

La colisión visual de ver a Messi celebrar goles que ya no son nuestros, sino de Sauron, y el trauma de ver al ser amado en otros brazos nos han cohibido y alejado del templo de alaridos que construimos durante más de lustro y medio para el futbolista de nuestra vida. También, es cierto, late ahí un rencor sordo.

Pero de vez en cuando, un fogonazo, el recuerdo del diez volando de azulgrana, lo pone todo en su sitio. El tiempo correrá y vendrán generaciones nuevas y nos iremos asomando al museo. El museo de sus maravillas, la mayor producción de fútbol que se haya visto en este planeta, forjada por lo más parecido a un dios que pisó los terrenos de juego. El Camp Nou, territorio de cracks de época, nunca vio a uno como él.

Pensando en sus arrancadas y regates, en los pases de ese pie zurdo viviente, rememorando su ansia de ganar y el odio a cuanto nosotros odiamos, es fácil concluir que no veremos nada parecido. Si la vida que nos queda nos regala medio Messi, ya sería un éxito. Es posible, permítanme exagerar, que lo mejor de nuestra propia vida mortal quede atrás.

Nos queda su recuerdo, y la vida son las memorias. Estuvimos presentes en la historia futbolística más grande jamás contada, fuimos nosotros su banda sonora con nuestros gritos y nuestra devoción. Todos éramos Messi, sus goles eran los más gritados, era el de nuestro mejor amigo, el gol del nuestro hermano pequeño, el hijo preferido, el del pequeño que lucía el 10. No hay foto del símbolo que nos transporte a las regiones de la más primaria felicidad, al grito, al abrazo con los nuestros. Y durante 16 temporadas esa historia fue única, no importó lo que tuvieran en otros rincones del planeta, que ni tenían, ni tendrían jamás, algo como Leo Messi.

Nos amamos de una forma que no encuentra metáfora: como Barcelona amaba a Messi.

A esta biblia, sin embargo, le queda una página aún. La de la ovación pendiente. Ocurrirá el día que La Bestia Parda vuelva a casa a recibir el homenaje de su vida y la nuestra. La infamia de Bartomeu y su propia codicia nos la robaron, pero será esa ovación terremoto y tormenta de lloros. Los que nunca van al campo, irán ese día, en la ciudad se parará el tiempo. Llenaremos el templo para gritarle a Messi que sin él nuestra vida habría valido menos, para lanzarle un gracias, un último hazme tuyo.

Y más allá de nuestra hemeroteca sentimental y del día feliz de la reconciliación y el llanto, nos queda un consuelo mayor. Este amor nuestro no fue estéril. Cruyff ganó una Champions, pero engendró las dos del Guardiola entrenador. Guardiola ganó dos, y alumbró las cuatro de Messi. ¿Cómo habrán marcado a nuestros barcelonistas del futuro los 16 años expuestos a la máxima belleza que puede reportar el deporte? ¿Qué engendrará en la triste autoestima de este pueblo la contemplación, tres veces por semana, de semejante instinto asesino, de ese martillo de placer?

Se lo diré. Aquí no se volverá a jugar ni a ver el fútbol en los siglos que vendrán sin tener en la cabeza la referencia máxima, la perfección, el diez de siempre. Mientras los niños sean alegres, inocentes y crueles, el fútbol de Messi nos mecerá. A nosotros, el pueblo elegido.

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