Iniesta nos recordó anoche que la croqueta es un manjar de dioses también en el fútbol. Mecánicamente, se basa en enseñar el balón a un lado del rival para, con un golpe de cintura (¿dónde está la pelotita?) cambiarla de un pie a otro y driblar así al contrario.
Filosóficamente, la croqueta es un regate que recuerda a los vencidos defensas que el fútbol se juega en tres dimensiones: para superar a un marcador, no sólo se trata de tirarle un caño y conseguir trazar una recta entre la posición anterior al regate, la posterior y la portería. Esa clase de driblings es tan primitiva que hasta Barjuan la ponía en práctica. La croqueta es otra cosa: aprovecha la amplitud del terreno de juego y da la bienvenida a todo un universo de posibilidades en que no sólo se trata de avanzar en línea recta, sino de aprovechar las infinitas posibilidades que ofrece ese rectángulo mágico en que se desarrolla el fútbol.
Dribladores de antología como Garrincha, George Best o El Innombrable vencían a sus rivales porque sabían que regatearles no era sólo un ejercicio lineal, sino espacial. Cuando encaraban, podían salir por la derecha, por la izquierda, o en velocidad, o no superar a su marcador sino a algún otro defensa despistados que cometió el error de pasar por ahí sin saberse carne de cañón.
Históricamente, la croqueta es para toda una generación el recuerdo de ese caviar danés que fue Laudrup, cuyo pecado merece ser perdonado sólo por haber llenado los colegios de niños que ensayaban ese arte torero del amago y el golpe de cadera.
Sentimentalmente, un pueblo cantor y embustero, al que le gusta el juego y el vino y con alma de marinero estaba condenado a amar esta suerte balompédica. Nada hay más bello que estar en el campo, recibir el balón en escorzo, ejecutar la maniobra y susurrarle al defensa: «¿Dónde está la pelotita?».
Firmo Albert Martín y nací en Barcelona en 1980. A los cuatro años hablaba de fútbol y estoy atado a las miserias de este equipo desde 1987; los insultos de mi padre y mi tío a once tíos de azulgrana que perdieron 1-2 ante el Sabadell me hicieron 'culer'. Recuerdo confusamente que un día llegó Cruyff y convirtió el suplicio en arte y aquel club oxidado en hoguera de vanidades. En plena pesadilla gaspartiana vi desde Lisboa un Madrid-Barça que La Banda ganó 2-0 con gol de Judas. Luego murió Kubala y comprendí que había llegado la hora de hacerme socio. Para entonces ya sólo podía ser periodista y me acogieron en 'El Mundo', donde publiqué 'El callejón del ocho'. Después me fui a 'Público'. Durante décadas, el Barça implicó lágrimas, culo prieto y miedo a cruzarse con un kiosco. Pero nos quedaba una profecía por cumplir y se sucedieron Ronaldinho, Xavi y Messi para aclarar que éramos 'foda'. Un día de invierno me encontré con que mi Caverna había sobrevivido a mi diario y perdí ciertas vergüenzas: no me importa ya reconocer que sueño fútbol casi todas las noches.
Postdata: Aún tiro caños y no olvido una cosa que escribió Hornby: "La única diferencia que hay entre ellos y yo estriba en que yo he invertido más horas, más años, más décadas que ellos, y por eso comprendo mejor qué sucedió aquella tarde".
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