Camp nou

El ‘crack’ fundador

23 septiembre , 2009

El más grande en 110 años de historia. El hombre que hizo inevitable la construcción del Camp Nou y que el Barça tuviera un estadio del tamaño de sus sueños. El crack que escondía tan bien el balón que aún hoy nos parece normal que un delantero azulgrana reciba dentro del área entre cinco tíos y aguante la posesión antes de dar una asistencia de tacón. El delantero devastador que consiguió que ya no nos sorprenda que tengamos jugadores que marcan cuando les da la gana y pueden salir aplaudidos de cualquier estadio. Todo eso es Kubala, a quien hoy se le dedica una estatua en el Estadi.
Esta Caverna tiene la suerte de tener lectores que le vieron jugar en directo. «Recuerdo que en Sarrià te podías sentar en el córner, a pie de césped, apoyado en una pared de cemento. Desde ahí, alargabas la mano y tocabas a los jugadores, oías su respiración, sus gritos en las faltas», me cuenta este culé ilustre, a quien aún se le nota la emoción de aquel día.
Eran otros tiempos: la presentación del equipo se hacía el día de Navidad en matinales contra equipos formados por las tripulaciones de barcos ingleses que hubiera atracados en el puerto. Un tiempo en que no era raro ver al gran Laszi tendido en el segundo tiempo a causa de las rampas, o andando los últimos minutos: la preparación física no existía entonces y no había sustituciones.
«Recuerdo esos cuixots que tenía, era muy ancho de cadera, si hubiera querido, habría sido capaz de no perder la pelota en los 90 minutos. Fue comparable a Di Stéfano, pero tenía menos inteligencia sobre el césped», me explican. A Kubala se le recuerdan también sus malabarismos, su disparo tremendo. «Fue quien tiró del club hacia arriba; el Barça se hizo grande en tiempos de él».
Un jugador de leyenda, puede que el primer gran ídolo de masas barcelonistas, tan bueno y con unos ojos tan azules que se le perdonó que se fuera al Espanyol. Amó tanto al Barça que nadie le importó mirar a otro lado cuando se hablaba de los excesos del gran Kubala, de sus noches golfas junto a otros compañeros de delantera en locales que ya no existen. Fue tan asombrosamente bueno, que nadie creyó una palabra cuando se habló de un atropello mortal en a Diagonal a altas horas en que el conductor era él, el gran dorsal número ocho.
Uno no puede imaginar un homenaje más grande que el de tener una estatua en el gran templo del fútbol. La suya es bien merecida: cuando la admire, el barcelonismo debería recordar a aquellos barcelonistas que aprendieron a creer que toda era posible con él, a los niños que lloraban si le expulsaban tras una tángana en el campo del Espanyol, a los que recuerdan que el Barça no fue siempre tan grande y universal. Habría que recordar a los que medio siglo después guardan aún en su casa una fotografía dedicada, recuerdo del primer crack.

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