FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
«The punch that knocks a man down he doesn’t really see«.
The Fight, Norman Mailer
En el fútbol profesional hay espacio para las relaciones maternofiliales. Fíjense ustedes en un buen central, violento y meticuloso, y verán cómo persigue al delantero con el mismo celo con que una madre sigue al retoño que acaba de aprender a andar. Ya saben cómo es ese inacabable pilla-pilla entre futbolistas: uno amaga y esprinta y gira y se aleja e inventa diagonales para engañar al otro, que va a rebufo pero le cierra las puertas a golpes, por piernas o por intuición. Ahí se generan lazos muy íntimos y escenas que en ocasiones resultan incluso tiernas. Está el caso de ese delantero que se disculpó con el central tras un espantoso eructo con inconfundible sabor a tequila, el de aquel otro que hubo de disculparse por el hedor de su camiseta precariamente secada tras pasar por la lavadora. Fíjense en las jugadas sin trascendencia: tras los golpes y forcejeos también hay sonrisas y palmadas, normalmente las del cazador al cazado. Uno adivina ahí un extraño alivio; el alivio y el triunfo de saber que en algún momento se la harán, pero que ese momento fatal no ha llegado aún. Y ese momento es una mirada.
Hay una mirada que explica toda la tragedia del fútbol. Es la mirada del defensa que ve la trayectoria venenosa de un pase y al girarse y mirar a su marca comprende que la ha perdido y que no llegará a tiempo antes de que se cruce con el balón. Esa mirada, tan poco glosada por los poetas, es la mirada de Waterloo, de fracaso y muerte y ceniza de cuando sabes que el gol es inevitable. Se dan por doquier y no hay gol, partido o campeonato que no se pueda explicar con esa mirada; cualquiera puede propiciarla como cualquiera puede hacer un gol.
Aun así, existe una rara suerte de goleadores que son especialistas en llevar la desesperación y el miedo a los ojos de los defensores. Son los expertos en el arte de desaparecer, de mimetizarse con el entorno, de burlar al central, escapar al barullo sin un rasguño y recibir en soledad para encarar el gol. Estos montaraces del área encuentran una sombra en el área pequeña aunque el partido lo vean 300 millones de personas en todo el mundo. Son los que le dan la razón a Foreman, que concluyó, tras su legendaria derrota ante Ali, que un hombre no ve el puñetazo que le manda a la lona.
No tengas ustedes la menor duda de que a toda la legión cósmica de madres aterrorizadas, defensas burlados, porteros enfurecidos y Foremans caídos les habrá pasado desapercibida la mirada de ladrón que esconde bajo el flequillo el tal Munir El Haddadi. Tiene su lógica: a pesar de su disparo y su control orientado, el chaval comprendió hace tiempo que a veces el fútbol consiste en ser invisible y fiarlo todo al desmarque. Y así como hay cracks que provocan la pregunta filosófica de «¿Cómo puede ser tan bueno ese tío?», él prefiere levantar una más mundana, «¿Qué cojones hace ese tío ahí solo?». Puede que tras la discreción y la comparación con Rául descubramos un día que Munir es mucho más que un delantero invisible.
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