Champions

Vendetta (II): Un paseo por la Estupefacción y el Dolor

12 abril , 2017

«Acribillado por las balas cuando, acompañado por su guardaespaldas Giuseppe Mangano, se dirigía a tomar café al bar habitual, Don Carmelo yacía en el suelo con las piernas y el rostro y el pecho llenos de plomo. No lejos de él, un pobre viejo de 65 años, que se dedicaba a revender entradas para los partidos de fútbol en el mercado negro, yacía en un charco de sangre. El nombre de esta víctima inocente, Menico Martorana, se hizo célebre de un día para otro en toda Sicilia: aún vivía cuando el prefecto de la provincia de Palermo, el doctor Migliores, se había inclinado sobre él para preguntarle si había reconocido a los hombres que le habían disparado con una metralleta. Haciendo un último esfuerzo, Menico Martorana dijo: “¿Qué metralleta?”. Y luego había exhalado su último suspiro».

La mafia se sienta a la mesa, Jacques Kermoal y Martine Bartolomei

3-0. Después de París, 3-0. Si nos apuran, 3-0 después de París y Riazor y Málaga. En unos cuartos de final de Champions, contra un rival grande e italiano. El desastre es colosal y las consecuencias, espantosas si se miran desde la óptica histórica de saber que a La Bestia ya sólo le queda el último tercio de carrera por delante. En medio de ese Dolor y esa Vergüenza, surge la Estupefacción. ¿Cómo es posible? ¿Qué cojones ha pasado?

En este agujero infecto, nido de mentiras y falsas y fanáticas religiones, carecemos del carnet de entrenador. Pero los insomnios, los vapores etílicos y un reconfortante trayecto subterráneo nos han dado alguna respuesta para tratar de comprender este sindiós. A saber: ¿cómo el equipo vistoso y agresivo que le hace lo que le hace al PSG, al Sevilla o al Celta puede salir ayer como sale? ¿Cómo el equipo que sobrevive como sobrevive al Pizjuán, a Mestalla, de nuevo al PSG y en eliminatorias durísimas de Copa ante Atleti, Real y Bilbao se derrumba ayer como se derrumba?

La explicación se encuentra en el centro del campo. La medular es desde que el fútbol es Cruyff y Cruyff es fútbol la zona del campo donde se cuece todo y donde se dirimen las posibilidades de un equipo. Jubilado Xavi Hernández, perdimos jerarquía y omnipotencia en la cocina del fútbol. Con su adiós enterramos la época comunmente conocida como Era del Sometimiento Anal de Larga Duración para empezar a jugar un fútbol más directo, con menos toque, donde el objetivo pasa por hacer llegar el balón en condiciones decentes a los chavalitos de arriba.

Y es en esta fase cuando se pierde un algo de contacto con la pelota y otro algo de sofisticación táctica. Es la Era del Me Gusta que Sudes, Corsario, en que nuestros centrocampistas se transmutan en levantadores de piedras vascos. Su cometido ya no es el de orquestar un baile de salón asesino que marea, humilla y desnuda al rival, sino simplemente lograr inclinar el campo lo suficiente (puro cuádriceps, qué hermoso era cuando en 2015 Iniesta y Rakitic desbordaban energía) como para que la pelotita ruede de la defensa a la delantera superando las trincheras del rival. Y lo plantean desde el músculo, rara vez desde el talento. Ése ha pasado a ser nuestro fútbol, y así ganamos la quinta Champions y otro par de Ligas. La diferencia abismal entre los espectáculos pirotécnicos formidables que de vez en cuando aún vemos y los horrores vergonzosos de noches como la de ayer  estriban, simplemente, en la victoria o derrota de nuestros tres centrocampistas a la hora de conseguir que se juegue en una mitad del terreno de juego o en la otra.

Permítanme darme hoy un alegrón. Don Javier Mascherano, dos veces campeón de Europa con la camiseta de nuestra vida. Precario centrocampista, fallido defensor: su partido de ayer desarma de por vida a cualquier cabestro que quiera reivindicarle como profesional digno de tal nombre. Ya no es la desvergüenza con que mira la jugada del segundo gol para que reciba solito a placer su tío. Ya no es el fracaso antológico del tercero, cuando renuncia a mirar el balón, como si no jugara en el Barça, sino en el puto Sestao. Lo más grave de su partido de anoche fue la intrascendencia y cobardía con que afrontó su rol de centrocampista en el primer tiempo. Hizo cuanto pudo por no tocar el balón, y sobresalió en su esfuerzo. Sustituir a Busquets por un pájaro como él es un insulto a nuestro paladar, es un acostarse con Giselle y amanecer con la Pantoja. Su dimisión, unida al exilio de Rakitic en el extremo y a la soledad de Iniesta no pudieron ser suplidas por la valentía de Sergi Roberto ni el liderazgo de Messi. Falló la medular y el campo se inclinó hacia el lado que no tocaba. Y en ese micropartido que jugaron los centrocampistas se gestó el fracaso antológico que convirtió el posible 0-3 en el crudo y cierto 3-0.

Amigos, la vida nos ha regalado una generación única de jugadores, que no es perfecta, que se ha ido desnudando por razones vegetativas y por los fracasos e inoperancia de la secretaría técnica. Pero esto sigue siendo fútbol y les recomiendo vivamente que estén atentos a sus televisores el próximo miércoles. Cuentan que sí estará Busquets y que el deporte que ahí se practicará volverá a ser absurdo, feo por momentos, y dramático, ilógico y colosal. En un lado, los que ya tienen su vendetta. Y en el otro, un puñado de tíos avejentados y orgullosos, estupefactos y doloridos, que niegan toda evidencia y silban al ser preguntados por el arma homicida. ¿Metralleta, dice? Mire, no moleste que el miércoles hay un partido y lo juega Messi.

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