FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Brazos cruzados, cuerpo envarado, gafas de sol aerodinámicas y expresión de cólico nefrítico. Todo ello forma parte ya de la imaginería culé. Los tres años de Luis Enrique son ya historia y conviene repasar lo que hizo, lo que no, y ver en qué rincón debemos depositar su recuerdo.
Convendría recordar primero de dónde veníamos: del triste declive de Tito y Roura, del año infeliz del Tata. El vestuario daba síntomas evidentes de agotamiento, de no querer sufrir y no querer ganar. A consecuencia de ello, la afición vivía con el pánico permanente al adiós de La Bestia, a quien la directiva empujaba a la puera de forma descarada.
Entonces llegó Luis Enrique. Con la prensa declaradamente en contra -por méritos ancestrales y actuales- y con un vestuario que no parecía creer nada en él. «No tiene ni puta idea», cuentan que dijo un peso pesado tras su primera semana de entrenamientos. Fueron tres meses duros, de resultados muy discretos, en los que recuperó a Piqué para la causa a base de una muy estricta dieta de banquillo y grada. Tres meses de dudas y críticas que, tras un empate a nada en Getafe y una derrota en Anoeta hicieron pensar que no sobreviviría a las Navidades.
Pero Luis Enrique resistió.
Seguramente sobrevivió porque, Xavi mediante, comprendió que aquél era el equipo de Messi y que no podía cuestionar su jerarquía, ni la de sus compañeros de ataque. Pero también porque el equipo, los once, los quince, volaron y cuajaron cinco meses brutales en que se hicieron con otro triplete. Ya nadie se preocupaba de si el entrenador viviría para contarlo, sino de si llegaría al nivel de los más grandes.
Su época al frente del equipo se ha caracterizado por los escasos alardes tácticos pero también por un durísimo e implacable método como alineador: el que no entrena bien, ni soñarlo. Puede que eso explique que Rakitic sentara a Xavi, que Mathieu irrumpiera en dos momentos decisivos del año, que los Rafinhas parecieran enchufados todo el año. Lo que perdíamos con su simpleza táctica lo ganamos con una competitividad terrorífica, que nacía del orgullo de un vestuario único y también del carácter duro de un ultramaratoriano acostumbrado a pelearse con la civilización.
¿Y qué le criticaba la civilización? Que el equipo había perdido dosis de toque, estilo y superioridad. Había tanta pólvora en la delantera, que ya iba bien atrasar líneas y hacer un juego más directo para llevar la pelota a esa máquina de triturar que había arriba. Si bien podría decirse que Luis Enrique -un pájaro que de jugador era amigo de las conducciones, las llegadas, el correr mucho, el sudar a tope- debe descojonarse cuando oye hablar de juegos de posición y ataques en cordada, el hombre tendrá siempre tres argumentos invencibles para defenderse de las acusaciones sobre el juego. A saber:
Esto lo hemos tenido muy en cuenta en este agujero a la hora de medir su obra. Pero tampoco olvidamos un aspecto clave que le define y le define en negativo: sus dos grandes apuestas para dar un electroshock a la medular fueron Arda y André Gomes, más de 75 millones de euros por un media punta (¿desde cuándo fichamos media puntas?) y un tío que lo que mejor hace es correr elegantemente con el balón pegado al pie, pero a quien jamás se vio tocar el balón rápido. Arda y André fueron dos errores, y de los graves. Ambos respondían a su gusto, a su paladar, y ése ha sido uno de los problemas: el criterio de este técnico dejaba mucho que desear. En una cocina como la del Camp Nou, la más elevada del planeta, duele ver a un cheff tan amigo de las patatas bravas.
Fruto de ese escaso criterio, Luis Enrique afirmó este verano que tenía a su mejor plantilla: miraba al banquillo y se ponía cachondón. Pues mire, no. Justamente a ese banquillo de ruinas que no jubiló a tiempo y de tíos que seguramente llegaron demasiado pronto -o que no deberían haber llegado jamás- le debemos el no haber encadenado tres Ligas. Asensio, Isco, James, Morata, Pepe, Lucas Vázquez, Nacho y compañía se merendaron a la mejor plantilla de Luis Enrique y se hicieron con una Liga que Messi merecía más que ninguna otra.
Pero felizmente, amigos, la de Luis Enrique no ha sido la era Luis Enrique, sino la de la madurez de La Bestia. En estos tres años hemos gozado como cochinos. Les recordaría ese 3-0 al Bayern, la final en el Camp Nou ante el Athletic con el solo memorable de Messi, les recordaría el 6-1 al Celta con ese penalti de homenaje a Cruyff, un 0-4 en el Bernabéu sin Messi, un 2-3 en el Aberno con él, esa final de Copa ante el Sevilla, el 4-1 al Espanyol, el memorable alarido del 6-1 al PSG que le contaremos a nuestros nietos incrédulos… Y muchos títulos y mucha gloria. Porque seamos serios: Luis Enrique se va al póster con una de tres Champions, tres de tres Copas y dos de tres Ligas (habiendo ganado el average particular y el general al que logró la tercera). Números en mano, poco le pueden toser Cruyff o Rijkaard. Y además, algunos, que no todos, hecho lamentable, hemos gozado como cochinos este trienio al oír la desbandada de la manada que llegaba cada año en enero. Dentro de mil años aún se hablará de esta delantera sideral, y esta delantera sideral tenía en el banquillo a ese pionero del tatuaje.
¿Y si muchos gozamos tanto, y si además ganamos tanto, por qué nos pilla a todos tan enlutados este junio? Ah, amigos. Por el Mal. Luis Enrique fue el del tridente pero también el que se comió la mayor parte de la explosión de Mordor, con dos Champions seguidas, una tan cruel y afortunada en que sólo faltó ver trotando sobre el césped en esa final maldita a Satanás, la otra con superioridad, con aromas a Di Stéfano, con mierdas que parecían enterradas. ¿Se le puede reprochar algo a Luis Enrique de este bicampeonato? Nada en absoluto. Las bolitas del sorteo no quisieron que hubiera enfrentamiento directo y ahí La Banda hizo la mitad del trabajo. ¿Debería el Barça haber doblegado a Atlético y Juve? Ya, claro, pero es que sin Xavi junto a Messi lo de ganar siempre es una falacia.
El tiempo pondrá en su sitio a Luis Enrique. Para entenderle, hay que imaginarle en las soledades del desierto, corriendo con la córnea quemada y masticando arena, pero corriendo, a ninguna parte. Puede que haya tenido algo de Lawrence de Arabia, puede. Puede que quede en el recuerdo que ganó muchísimo, con un vestuario que antes de que llegara empezaba a dejarse ir, y con noches de fútbol supersónico. Puede, también, que pague, en la autopsia de la Historia, el hecho de haber ignorado una verdad tan de cuarto de EGB: que la vida va de querer a la peña, de sonreír, de saber dar un abrazo.
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