Bandoleros

Cristiano ‘forever’

11 julio , 2018

Son días de luto en este agujero. La horrenda Francia avanza sin piedad y Cristiano abandona el Mordor CF. Bien merecen sus depiladas cejas un postrero homenaje en este rincón.

Vayamos al principio del asunto: hubo un tiempo en que Cristiano era un placer para los sentidos. Ese tiempo se cerró en 2008, año en que ganó su último Balón de Oro. El resto de los que acumula en el cajón de los gallumbos se los regalaron de manera escandalosa. Pero en aquel tiempo lejano, era un bípedo al que daba gusto ver esprintar, encarar y driblar rivales. Era cuando hacía lo que una estrella debe hacer: driblar, generar peligro, conseguir superioridades, desequilibrar partidos.

El Cristiano que hemos vivido en estos últimos años se ha movido en una curiosa dimensión delimitada por su obsesión (re)productiva y el kitsch bershkero. Respecto al primer punto, convendría decir que en esta era triste de norteamericanización del fútbol, Cristiano ha sido su máximo exponente. Números, números, números. Cuánto salta. Cuántos goles mete, ¡450 truños! Ayer uno visitaba con piedad y sonrojo vídeos titulados «Las siete obras de arte de Cristiano«. Uno lo ve y compadece al desgraciado que buscó semejantes mediocridades, donde destaca una chilena (sí, la que acabó en las camisetas, es de ser triste) y un chute a la escuadra de esos que se meten cada semana tres. Es posible que un mes de noviembre normalito de Messi se encuentren mejores goles. Por eso su poderío ha encontrado más amor en las hojas de Excel de Mister Chip y en la Wikipedia que en las retinas de nadie.

Lo cierto es que Cristiano lo intentaba mucho, muchísimo, se desmarcaba bien, tenía un equipo jugando para él, y chutaba tope de fuerte. Y sí, hizo muchos goles. Esos 450 pueden impresionar mucho a las almas frágiles, a los que se levantan un día, se val a Wikipedia, y llaman a su colega todo flipado contándole que respira 8.000 litros de aire al día. Ay, los 450 hitos de Empujaldo. La fascinación por este logro no sólo se explica por la tendencia a numerizar el fútbol, sino también al penoso e insultante esfuerzo de los medios mesetarios por situar su figura a la altura de Messi. Hacían falta argumentos, los que fueran, y sí, Cristiano metía muchos goles como Pepe daba muchos codazos o Casemiro sudaba con gran profusión. De Cristiano siempre podremos decir que nunca le vimos meter un gol que nosotros no hayamos metido en el patio del cole, ¡que hasta la chilena te salió aquel día, que luego tuviste tortículis 20 días!

Su afición, su pueblo, ha estado a la altura de este futbolista: le pitó bien fuerte en la derrota y le adoró en la victoria, sin más: lógico que eso ocurra en un universo y una cultura que el triunfo es la medida de todas las cosas. Y sí, en general quisieron mucho a Cristiano, como hicieron antes con van Nistelroy, con Raúl, con otros superclases del feísmo balompédico y de la productividad numérica.

Hablemos, pues, de la escuela estética a la que perteneció el Portillo de Madeira: hablemos del Bershka. Cristiano ha vivido en una burbuja de falacias tan espectacular que se permitió sacar a relucir su yo íntimo ajeno a toda percepción de la realidad o noción de la vergüenza ajena. Este quillastre de gimnasio deja en la cultura popular su ya mítico «Siuuu», una movida grotesca que le parecía molona, porque a Roncero y a Toñín el Torero también se lo parecía. Su otro gran legado al imaginario colectivo ha sido el Penaldo, una suerte en la que ha sobresalido y que llenó de carcajadas los bares de medio mundo por su desvergüenza y si cara de titanio.

Este Rafa Nadal de un sol golpe ha vivido feliz en la gran mentira del hexasílabo más falaz de todos los tiempos (Cris-tia-no-y-Me-ssi) sin aparentar sonrojo, sin postrarse a los pies de Dios. En su mundo de hipérboles, millones, fama y publicidad loca ha sido normal que a él, que no ha sido el mejor jugador de su equipo (Ramos, Modric, Isco), ni de su ciudad (Griezmann), ni siquiera de los que llevan su mismo nombre (el Gordo) se le haya comparado a diario con alguien a quien sólo Pelé, Cruyff, Di Stéfano o Maradona pueden mirar a los ojos. Y así un futbolista calcadito a los Lineker, Papin, Zamorano, Batistuta, Ibra, Kane, Levandowsky y compañía se ha visto por encima de genios que le miran desde las alturas sin llegarle a los tacos a Messi. Pero por algo Cristiano es el Caso Enron del Fútbol, el beneficiario de la triple Alianza del Cartel de la Trola Gigante: el emporio Mendes, el Madrid de Florentino, las movidas de Nike.

Conviene recordar en su lápida que este buen hombre, que ganó dos ligas en nueve años, fue también un jugador extraordinariamente antideportivo, que se pasó el día afirmando que Xavi robaba, un feliz estandarte de esa lepra llamada morunhismo y un tío que no fue decisivo en ninguna de sus cuatro Champions (tres las ganan Ramos y el escudo; la otra, un equipo arrollador con cierto escudo).

Es verdad: Cristiano ganó hasta 16 títulos y a pesar de la intrascendencia de su juego, aportó su deseo de ganar. Y eso merece un respeto, aunque en fin. Convenimos en que ganar por quererlo mucho también es ganar, como lo es ganar de Santa Potra, de desgracia ajena, de milagros sólo achacables a un escudo forjado en el Monte del Destino. Felizmente, existen pueblos y tradiciones que entienden que ganar no lo justifica todo y que el mundo también es lugar para la poesía.

En este rincón queremos gritar muy fuerte Cristiano forever, porque ha sido un tío que siempre nos ha sonrojado y movido más a la risa y la compasión que al temor y la admiración. También porque confirma el estilo feísta y belicoso del Mal, y porque llenó los patios de colegio de niños que, en sus primeras ironías, cantaban los goles de mierda, los más feos de su repertorio, con un largo y malsonante Siiiiiu.

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