FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Aprovechando el parón de las selecciones he sido padre. Disculpen la brusquedad y las palabras malsonantes, pero así ha sido. Tras un embarazo de 41 semanas y un parto de 37 horas que convocó más esfuerzo del que conocerá el entrenador del Barça B en toda su existencia, al fondo de la cueva se hizo el belén.
Y uno sabe que hay cosas tan importantes que habría que revestirlas de una solemnidad que escapa al fútbol, pero no es culpa de este cavernícola que desde las imposibles ventanas de la segunda planta 2 de la Maternitat sólo se vea el Camp Nou, ni que el parto fuera a la hora de la Champions, como tampoco lo es que nos tocara compartir habitación con una discreta familia de ecuatorianos que acababa de traer al mundo un James.
-James, como el del Madrid –aclaró, feliz, el padre de la criatura. (Debo admitir que seguí con secreta satisfacción el empeño de las enfermeras por referirse al neonato con pronunciación inglesa, como si en Quito se interesaran más por Ascott que por el embrutecedor opio del pueblo. Añadiré también que mis tratos con esta silenciosa gente se complicaron con la irrupción del hermano mayor de James. De unos cinco años de edad, armado con una escopeta de juguete y una mirada inquietante que aparecía al otro lado de la cortina, respondía al nombre de Iker. Sabe Dios que no quise saber el nombre del resto de la familia: el patriarca debía ser el típico Florentino de Guayaquil y a la pobre madre, de carnes vencidas, no le quedaba ser sino Pitina. Había un tercer hijo; pretendí no reparar en su adolescente presencia pero tenía toda la cara de ser un formidable rematador de córners).
Al final de aquel día convulso, cuando el sueño reinaba y los más valientes roncaban, me quedé solo velando a un ser de tres kilos escasos que es hijo mío -cruje extrañado mi teclado al oírlo-. Su respiración subía y bajaba como una alegre y enloquecida mancha y debo confesarles que mientras miraba sus extremidades me vino a la cabeza para quedarse un sintagma maravilloso: pé do anjo. Así llamaban en Brasil a Marcelinho Carioca. Pie de ángel. Ocurre que el niño que yace ante mí en posición de púgil con la guardia alta apunta calzar por lo menos un 47.
Pensé, en la oscuridad de la noche, que una nueva alma se ha sumado al océano de personas, a la tormenta de egos y talentos y mezquindades. Viendo aquel pequeño cuerpo, agotado aún por el esfuerzo de venir al mundo, me pareció que es un mérito ilusionarse con un logro biológico tan modesto cuando como civilización hemos alcanzado unas cotas de injusticia y desvergüenza tan notables.
También pensé que quizás ahí está la gracia del asunto. En ilusionarse con el recién llegado como nos ilusionamos un día con Saviola; en creer que el nuevo día, el nuevo año o la nueva temporada nos traerán algo bueno. Y eso a sabiendas de que los lunes, cuando perdemos, son miserables. A sabiendas de que las interrupciones de La Coja nos joden la vida y que los goles a balón parado de Piqué son y serán una puta mierda. A sabiendas de que en Mordor no descansan y atentarán contra la razón, la justicia y el buen gusto mientras quede un sólo lagarto sobre la faz de la tierra. Pero ahí está el balón, que rueda, y esconde en su incierto destino todos los milagros y misterios. Y cuando pite el árbitro, nuevas patadas, agresiones si hay suerte, caños, alineaciones nefastas e inesperados golpes de suerte darán algo de color a nuestro día.
Con el nuevo día, mi móvil se colapsó de felicitaciones. Igual son estupideces de padre primerizo, pero les diré que percibí algo hermoso detrás de tantos whatsapps (y perdonen el inciso: aprovechen para actualizar muy fuerte y tanto como puedan la puta aplicación, no sea que se les colapse el móvil precisamente el día que hayan de ser padres). Percibí, les decía, un entusiasmo colectivo revigorizante. Una felicidad muy concreta y muy simple del bramido de un bebé que nos junta como tribu y nos recuerda que sólo lo nuevo puede cautivarnos de verdad y sólo los nuevos podrán arreglar este naufragio, porque para ellos, que son todo inocencia y grito, no hay nada imposible.
Puede que sean cosas del padre reciente, pero hay algo de redentor en el hecho del niño que nace. Seguro que defenderá bien el córner en que fallé y nos costó una copa. Seguro que no hará esa puta vaselina el día que pudimos ganar a los de tercero. Seguro que no escuchará la historia del día que fui el mejor jugador del mundo en un polideportivo con goteras en Bac de Roda, porque su propia gloria será mejor y más nítida: será la gloria de su tiempo.
Antes de acabar, permítanme que comparta una sospecha. Tal vez no les haya dicho el nombre de la criatura. O tal vez ustedes, habituales de este agujero, lo hayan sabido desde siempre.
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