FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Llega Coutinho y se nos saltan los lagrimones, diríamos que abultamos muy mucho. Han sido tres detalles, un cañito, un par de disparos sin premio, varios pases superando líneas. Poquísimos fallos y muy mala idea. En plena Era del Fraude, en que un delantero patamula es coronado como mejor del mundo año tras año pese a su insultante inferioridad respecto a La Bestia Parda, Coutinho nos recuerda el hecho primario de qué nos gusta ver cuando vemos el fútbol.
Ya saben de qué hablo. Acérquense al patio del colegio más cercano, a la plaza, a la pista de fútbol sala y pónganse a mirar: enseguida se verán sumidos en la expectación y la ansiedad colectiva que se genera en los instantes antes de que la bola le llegue al bueno. ¿Y quién es el bueno? De toda la vida de Dios, el que dribla, el del idilio con la pelota. El que ve espacios, el que se va en el uno contra uno, el que chuta sin esfurzo para incrustarla en la escuadra. El virguero, el superdotado, el que no pierde un balón, el que deja a los rivales con una rodilla hincada en el suelo, el que llega siempre antes.
Lo cierto es que han sido sólo unos meses de abstinencia de Neymar pero ya andábamos caninos de ver más arte en el equipo. Paulinho, angelito, hace reír, no nos colma el paladar ni nos eleva el espíritu. Dembélé, demasiado fugaz para gozarlo. Coutinho, ah, como una novia nueva. De repente, ese dorsal 14, liberado del cautiverio de litros de sudor, multiplica por 1,5 el potencial de nuestra creatividad ofensiva, de lo que tendría que ser la principal arma del Barça. Y con una gracia que Neymar no podía dar: la de jugar de volante con ese criterio, con ese talento, la de tener una brújula en la cabeza que le lleva a encontrar el pase preciso desde tan atrás. La de reforzar la cocina y no limitarse a encaramarse al armario del dormitorio para, alehop, lanzarse al vacío en modo enhiesto.
Desde que le vieron asomar con esa mirada tímida, Iniesta y Messi supieron que no volverían a estar los solos en el laberinto.
A Coutinho no le hemos visto sólo lo obvio: también hubo un par de jugadas embarulladas de disputar el balón con tíos vigorosos que se inclinaron ante él: tenían menos fuerza, tenían menos hambre que el mejor media punta de Brasil. Y qué decir de esa potencia fabulosa que da a un pase intrascedente, imposible para los defensas y que obliga a los destinatarios a estar a la altura de unos envíos tan bien tocados, tan dedicados, tan a medida.
Hay un asunto especialmente sublime: la asombrosa la cantidad de amagos por segundo que es capaz de ejecutar mientras espera un balón. La sobriedad y maestría tahúr de Busquets nos chifla; a la misma mala idea, Coutinho aplica una descarga eléctrica que le permite triplicar los movimientos. La cosa es digna de admirar. Una cámara pegada a Xavi nos revelaba cómo esa brújula hecha jugador era capaz de girar la cabeza para mirar lo que tenía detrás una, dos, tres, cuatro veces sólo mientras esperaba el balón que ya silbaba hacia él. Iniesta es menos mirón pero tiene un talento desproporcionado para orientar el cuerpo y deslizar su carrera ya pensando en ese control orientado asesino. Coutinho también tiene su sello: espera el balón y gira el cuerpo en una media finta, repite el movimiento al otro lado, gira la cabeza a la cerca de opciones y finalmente recibe con un giro que es ya el regate. Todo en unas décimas: donde Busquets tira un amago, Coutinho perpetra cuatro. La magia del bueno.
Y todo ello en un tío con mirada adormilada y sonrisa metálica que evoca a la del Tiburón de Moonraker. Sus encías son la fachada de un predestinado desde pequeño, de un talento arrinconado a ser el segundo plato de Neymar. A día de hoy, sin embargo, hay entendidos que sostienen que tiene el potencial de llegar a la cima del fútbol antes que su amigo de infancia.
Coutinho ha sacudido nuestra vida futbolera en este final de enero de doblegar la inquina perica, superar el instinto de supervivencia del Alavés y enfrentarse a un Valencia crecido. No les engañaremos: todo eso nos parece simplemente un decorado. Nos apetece él y nos la suda dónde desfile.
Tal vez haya en este amor fulgurante, no se lo negaré, algo de nostalgia. Porque bubo una vez en Barcelona otro talento inmenso, un héroe en tiempos de miseria que se llamaba Rivaldo y también llevaba su pasado en una dentadura perfecta y sospechosa. Se fue del Barça como un mito pero sin grandes títulos. Dos décadas despues, y en el nombre de los buenos, un pequeño genio ha llegado para vengarle.
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