FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
Sabemos que los futbolistas muerden y a veces se pegan, que tienden a insultarse y a menudo se entregan a fanatismos medievales; que pisan, que escupen y dan codazos con admirable presteza, en definitiva, que ejercen la violencia con una profesionalidad turbadora. Sabemos que son ollas a presión que a veces explotan hacia adentro y otras hacia afuera, y que son capaces de generar odio con una bicicleta, una mirada, un chute a puerta, o una celebración. No acabamos de comprender cómo funcionan, pero una cosa nos ha quedado clara: son distintos a nosotros.
En efecto, esta subespecie de mamíferos bípedos que se gana la vida con la cosa del fútbol habita en regiones ignotas para el resto de la humanidad; es probable que nunca lleguemos a comprenderles. Sin embargo, la selección brasileña de fútbol, o el pobre sucedáneo de lo que ésta fue, ha producido esta semana dos maravillosos latigazos de futbolidad que dan para muchas verdades y más asombros. Vean el caso de Pablo Motos, señor insufrible, que tuvo a bien preguntarle a Alves por el 1-7 del Mundial -partido, por cierto, que nuestro gremlin no disputó- para llevarse una memorable respuesta:
-Lo mismo que no pasar la primera fase.
En fin, del choque entre un futbolista y un civil suelen salir como éstas. Lo bonito del asunto es que el atentado verbal no revela una rapidez cerebral sobrecogedora ni una habilidad para la esgrima digna de Quevedo. Lo que ocurre es que Alves lleva desde el instante en que acabó el partido recibiendo este tipo de chanzas y puñaladas de toda su solidaria profesión. Los vestuarios: ríanse de las trincheras, mófense de los suburbios.
Lo ocurrido con Maicon ya está en otra dimensión. Debería figurar en el preámbulo del libro del curso de entrenadores. Piénsenlo, mediten sus 33 añitos de profesional, dénle vueltas y comprendan, en suma, la naturaleza venenosa, carnavalera y competitiva del futbolista. En un vestuario uno vale lo que su ego y esta espalda mía que se comunica -muda y gesticulante y entre grandes contorsiones por medio de mis dedos- se esfuerza en este instante por contarles cómo con 15 años, indefensa, recibía salivazos en la ducha, cómo el Sanex era uno de los productos más sospechosos del planeta y sólo apto para almas cándidas, cómo aquellos mequetrefes mostraban más sabiduría con una toalla que un militar torturador; cómo en un entrenamiento un compañero salía a lesionar a otro, cómo ha visto tramas organizadas dedicadas al robo de chancletas, botas, toallas y hasta michetas usadas. Sí, amigos, mi espalda, silenciosa y dolorida espectadora de todo eso, me ruega que les explique que eso es un futbolista: un humanoide interesado en robar una micheta sudada.
¿Y adónde nos lleva semejante paseo por la oscura naturaleza de los artistas del balón? A lo obvio: son los locos más fabulosos del mundo; nos regalan la felicidad y alargan nuestra vida. Pero la próxima vez que se acerquen a un futbolista profesional con un boli, un papel y una sonrisa mónguer, piensen lo que ese individuo podría hacerle con el bolígrafo si por algún error llegaran a compartir vestuario y su espalda, su pobre espalda, se pusiera a tiro.
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