Nunca vistos

Los nunca vistos (XVI). Raúl P.

4 noviembre , 2018

Se secaba a fondo. De pie sobre las chancletas mojadas, se ponía calzoncillos y camiseta. Ya sobre las bambas, se aplicaba la toalla a los pies. Calcetín, bamba. Calcetín, bamba. Y sólo al final, se ponía su mitológico pantalón de chándal, con las cremalleras de las perneras estratégicamente abiertas. Era un ritual que llegó a ser coreado por un vestuario entregado. Un ritual que no volveremos a ver.

Ha ocurrido estos días. En el viejo y amado equipo de los últimos 12 años, ha desaparecido el tío que vivía pegado a la banda izquierda. No está. A los miopes a veces les ocurre que no se creen lo que ven, el cerebro les engaña, y eso les da algunas esperanzas. Pero no hay error alguno: Raúl P. ya no vive aquí.

Con el asombro y la extrañeza, también un vacío. Esto del fútbol no va del tío que mejor juega, ni del que más te hace reír. Ahí, con el frío, la incompetencia y rodeado de rivales veinteañeros, uno quiere a su lado al competitivo, al perro viejo, al que hace tres días te estaba mandando mensajes sobre el partido, al que cree un poco en esa mierda de los partidos de amateurs donde lo mejor que puede pasar es no romperse nada. Hablamos de personas con vida y trabajo que ahí están: escribiendo a cualquier hora del día o de la madrugada mensajitos de si cuidado con el cabrón aquel que siempre hace la misma, pero se va; ojo que al Dani ya lo conoces; a ver si viene el árbitro bueno; si vamos todos les damos un susto, y así.

Entiéndanme: Raúl P. no era malo. Era uno de los mejores. Pichichi no sé cuántos años seguidos sin jugar arriba. Pero es que da igual. Lo que daba en la estadística no es nada si se compara con sus intangibles. El cabreo permanente. La reconcentración. El desmarque segurísimo al espacio y una comprensión de lo que es la jerarquía que era un regalo: si el bueno está solo, se la da al bueno. Luis Aragonés lo dijo más bonito, pero el asunto no tiene más -la bola, al bueno. Acompañado de un «Juégatela», de un «Encara», de un «Tú solo», aquel «Qué bueno eres». Qué cosa, cuando un alguien cree en otro alguien.

El tío, tirando a alto, más seco conforme pasaban los años, oscuro, pinta de futbolista vintage, de haber estado con Gento o a más tardar con el Zubi de la etapa del Bilbao, habitaba el flanco izquierdo. Un ala del fútbol sala de toda la vida, zurdito, con una de esas zurdas demasiado finas para su estampa, capaz de correr arriba y abajo, de hacer coberturas, de blocar quince disparos con la plancha en cada partido. Todo lo hacía bien, con poquitos lujos, escasos regates. Lo que le convertía en un imprescindible era su dominio de los espacios y lectura de juego -el típico tío que sabe qué mierdas es aquello porque lleva toda la vida en el ajo- y ese disparo.

No era Hagi, no, ni Rivaldo, pero encontraba siempre el gol. Pasecito a la red tras pasecito a la red, igual metía la cuarta parte de los goles del equipo. Recibía, miraba y encontraba la flaqueza del portero de turno. Muy a menudo en el primer palo, sentía un secreto placer con sus golitos al primer palo, más feos, con el peor efecto posible para un zurdo que recibe a la izquierda, ahí las ponía. Un depredador. Confesó en cierta ocasión que de niño había jugado en esa delictiva cuna del fútbol sala que es Santa Coloma, en la Unión, jugaba arriba y metía una cantidad terrible de goles. Igual dijo que 50 o 60 por temporada.  No le hizo falta jurarlo.

Pero si hay una acción que le convierte en inolvidable era ésa que nos regalaba una vez por partido: veía el contragolpe franco, corría la banda, recibía solo, y fallaba, en una cagada que él convertía en imperdonable. Y ahí llegaba el torrente de imprecaciones.

-¡Me cago en mi puta vida, hostia, joder!

-¡Me cago en la puta madre que me parió!

-¡A la mierda, joder!

-¡Vete a la mierda, imbécil, hijo de puta!

Sus tacos eran hilarantes y adictivos. A quienes los hemos oído, lo de jurar en arameo nos parece una mierda. Qué grande era Raúl P. cuando se cagaba en Dios. Qué riqueza fonética la de su castellano.

Y qué vacío.

Que no tiene ni 40 años el ladrón. Que la Liga es cero exigente, da para fotos como la que preside esta entrada, muy cuqui y de Instagram. Que el muy hijo de la gran puta nos ha dejado por el pádel, por el pádel de mierda que nunca ha practicado negro alguno, que si de niño llega a aparecer por Santaco con una raquetita de esas se la habrían roto en la crisma. Para hacer su final más épico, nos dejó con una mierda de WhatsApp. Que si el curro, que el pádel, aquella otra miseria. Su marcha -le hemos reemplazado por dos máquinas de 20 años que apenas se afeitan pero que están a varios lustros de descubrir el secreto para mantener el calcetín seco- ha abierto un debate doloroso y largamente aplazadado. Se titula así:

¿Y tú, cuándo cojones lo dejarás? ¿Cuando dés auténtica pena?

Qué drama. El cabrón del zurdito nos ha recordado que el fútbol se acaba, que la inmortalidad no se cuenta entre las mierdas que metemos en la mochila los días de partido. Tras mucho meditar, igual no hay otra retirada posible que la de Don Corleone. Así (añadan un balón a la escena) debería ser un último partido.

En fin. Sigue sonando raro. No volverás a jugar con Raúl P. Le recordarás siempre aquellos instantes finales, la dulce agonía del partido de nuestra vida, cuando un gol en contra hubiera provocado un suicidio colectivo, cuando sólo esperábamos que el árbitro pitara. Verle ahí, piernas peludas, michetas caídas, daba tranquilidad en un momento en que dudabas hasta de tu madre. Se ha ido sin un triste partido de homenaje lleno de niños llorosos. Nos quedan sus insultos, lo mucho que ganamos y la promesa de un adiós que será un auténtico entierro vikingo.

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