FCB: Furia, cólera y bilis
Hablamos de un equipo que está en el primer año de su...
“Reuníos, sabios, y esperad en vuestros asientos. Quiero haceros un hermoso obsequio: enseñaros el temor de Dios”.
Autor olvidado.
Andaba el barcelonismo feliz de volver al viejo diván del abuelo (el corrupto, pervertido y perfumado abuelo, que nos daba esas peladillas sacadas del bolsillo), debatiendo sobre el fin de su estirpe, el adiós a todo lo bueno, el triunfo del mal, la barbarie y el fin del mundo. Andaba la culerada depresiva, impresionada ante el vigor atlético de la muchachada blanca y los balones empujados a la red por Cristiano, por ese uno de seis europeo en los últimos años, por esa Liga que volvía a la capital del imperio. Andaba el pueblo azulgrana en el grave esfuerzo de convertir al Alavés en un pico insalvable.
Andaba el Imperio del Mal feliz en su línea de montaje, satisfecho ante el desguace del tanque bávaro, acariciando ya la Liga, ensayando frases de estadista ante el espejo para narrar la grandeza de un equipo que sin tanta poesía ni tanta hostia, mira tú, se ha follado otra vez a Messi y Guardiola y la colonia toda y además, este año, con un doblete de cojones y qué grande es James, poco pagamos.
Andaba así el mundo, cuando el fútbol irrumpió y un trapo flotó en el cielo.
Ese trapo, el que vieron 650 millones de personas en directo y que pasa ya a la historia de la iconografía deportiva mundial, fue un acto de guerra y fue un acto de amor.
Lo sabe esa grada del Averno, esa grada que lleva una década aplaudiendo los placajes, patadones, puñetazos, pisotones e insultos que ha recibido Messi. A esa grada iba la camiseta. Decía cosas duras. La peor de ellas: les recordaba lo que nunca tendrán.
La Bestia Parda tuvo a bien decirle a su rival que no importa el acopio de kilogramos de hojalata que coleccione a lo largo de décadas de rematar córners, explotar miopías, sudar a litros y derrochar millones. No importa, porque nunca jamás habrán tenido a Messi, ni a nada que se le parezca.
Peor aún: nunca tendrán esa manera de entender el fútbol, ni a ninguno de los apóstoles que han hecho grande este deporte. Desde Di Stéfano, los Pirris que fueron los Hierros que pasaron a Khediras que son hoy los Casemiros no han tenido un solo futbolista que vaya a pasar a entrar en el Olimpo; como sucedáneo, presumen de Zidane los que encumbraron a Robinho.
La agresión, digámoslo todo, fue muy violenta, a la altura del codazo en los morros, de la plancha de Casemiro, del homicidio en grado de tentativa de Ramos. En los tiempos de la madre de todas las bombas, dios mío, qué bazokazo. Su camiseta al viento equivaldría a que en plena celebración en el Camp Nou, mientras Ramos increpa a la grada y Carvajal, angelito, se lía a peinetas, irrumpiera sobre el césped una Renault Express tripulada por Hierro, que se planta en el córner y empieza a sacar una, dos, tres y hasta once trofeos de Copa de Europa. Esto nunca lo tendréis. Esto, la hojalata, esto, la poesía.
Puede que sea forzar el subtexto, pero miren, ese Messi eliminado un año más de la Champions, ese hombre de 169 centímetros pegado a la banda del estadio que más le odia del planeta acaba diciendo algo muy parecido a que sus putas Copas de Europa son un monumento a la nada y que 10 minutos después de levantarlas, el Fútbol ya las había olvidado. Honestamente: al mundo le importa un pito el Madrid; Owen vibra con el Barça, Capello se emociona con La Bestia Parda y los estrellones de todo el mundo esperan, ansiosos, el día en que sus primogénitos les pidan tener una camiseta de Messi.
Ese trapo ahí colgado les recordó a quienes lo vieron que hay cosas que nunca podran cambiar: que hubo un tiempo en que el Barça fue Messi y Messi fue el Barça. Que la poesía es azulgrana. Y que a falta de poesía, cuando te la enchufan en el 92 no te queda nada, salvo una camiseta flotando en el Averno.
Pero deténganse en la estampa y observen. También hubo un acto de amor. Amor a un deporte de un tío con el ojo morado, los morros cosidos y el orgullo maltrecho por la profesionalidad italiana. Amor a un club de un tipo que lleva un lustro sosteniendo en solitario la pasión multitudinaria por el equipo que más ama el balón del planeta.
Amor a una filosofía, amor a una idea: que ganar no lo es todo. Que vale ya de contar las Champions de la era Messi de unos y otros, como si en esta era lo único que hubiera aportado el Barça al deporte, a nuestra vida, fuera el mero ejercicio halterófilo de alzamiento de metal. Que vale ya de compararnos con La Banda, cuando lo nuestro es amor y lo suyo porno duro: cómo cojones nos vamos a comparar con peña depilada que sólo le teme a la fractura de frenillo.
Lo nuestro no es eso: creemos en el balón, sembramos en él, y de vez en cuando, una cosecha hace que todo merezca la pena.
Y amor también a la vida. Muchos piensan que no volverán a sentir aquellos fulgores del pasado, que su vida está acabada, que el declive ha comenzado, el ocaso se cierne y las pensiones no las cobraremos ni de puta coña. Y de pronto, Messi nos dice que no, que lo mejor está por llegar, y supera, con casi 30 tacos, a su yo del 2011, y no hay persona en el mundo que pueda afirmar que el próximo Messi, el del año que viene, no será aún mejor. El regalo que nos hace es la Santa Esperanza de que Algo Bueno Llegará. De que el fútbol siempre nos guarda algo más y de que sería una ingratitud atroz olvidar que somos el pueblo elegido.
Un trapo en el cielo de Madrid para celebrar su gol número 500: un acto de guerra y un acto de amor. ¿A qué otra cosa iba a dedicarse Dios?
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