El horror viste de azulgrana

Dembélé: Bartomeu jugaba de extremo

12 agosto , 2023

La escena tiene lugar, discúlpenme por esto, por todo, en la temible R3 de Rodalies. Un viaje sin incidentes, con un pequeño retraso. Se suceden los horrores vallesanos, Plaza Catalunya queda ya a sólo 20 minutos. Y sabes que son 20 porque es exactamente en ese momento cuando el intestino grueso manda una señal salvaje e inequívoca. Todo el cuerpo siente la muda advertencia. Automáticamente, sudoración y escalofríos. Sabes que estás a 20 de la estación, a 40 del recogimiento uterino del lavabo propio. Hay un primer pensamiento: puedes aguantar. Ese absurdo optimismo de cuando nuestra hora ha llegado y nos negamos a aceptarlo. Cuántas veces la cara asombrada en los cadáveres. No tienes tiempo de aferrarte a la idea, no puedes repetir el rezo, ni fortificar la ilusión de que puedes aguantar. En ese instante, el intestino lanza otro aviso. Dice así: «Te quedan, como mucho, 60 segundos». Jamás en la vida has usado un lavabo de Rodalies, quién sabe qué horrores oculta aquello. En realidad, no estás seguro de que haya lavabo. Cargas mochila y macuto, y tambaleante y decidido, eliges un sentido y empiezas a remontas el pasillo. Y es tu día de suerte: hay lavabo, lo ves a 15 metros. Sólo falta llegar al otro lado del vagón. Vas golpeando con tus bultos a la gente, no puedes disculparte, no puedes frenarte. Miras, implorante, a tu destino: la puerta está abierta, gracias, Dios Omnipotente, Dios de Misericordia, el lugar está libre. De pronto, caes en que esa puerta no parece estar bien. Y ves también en que alrededor del lavabo, parece un chiste, hay una quincena de personas sentadas en el suelo. Pero eres un hombre en una misión y avanzas, chocas, te metes dentro. Y con decisión agarras la puerta y la deslizas lateralmente: se mueve. Es más que euforia, es plenitud lo que te embarga: hay un lavabo, está libre, se puede cerrar la puerta. Pero estás en un error. Estás en un error. La puerta no cierra. Queda una apertura de un dedo, un dedo que te separa de esa puta multitud de gente que no tenía otro lugar para apalancarse que el descansillo donde vas a librar la gran batalla de tu tiempo. Tomas medidas y te espatarras para comprobar si desde el trono de la verdad alcanzas a sostener la puerta sin que se abra. ¡Fatídico error, esa contorsión! El intestino interpreta el lance como una luz verde, y allá va. Sudando, con los músculos tensados al límite y dos mochilas en el suelo, sientes un torrente hediondo que abandona tu cuerpo hablando la lengua de Mordor. Tras la primera carga, la segunda. Tomado por el sudor, mientras se decide el destino de tu organismo, compruebas que no hay papel, no señor, no hay papel para ti, que has malgastado tantos preciosos quilómetros de él en tu vida. No hay papel y la vida se está yendo por este agujero, y está ocurriendo a tres pasos de una multitud, que debe estar horrorizada contemplando el centrímetro de una rendija que les invita a la barbarie. Lo que suelta tu cuerpo ya no depende de ti, un demonio enroscado habitaba en tus entrañas, y piensas que será para siempre, que durará siglos. Pero al fin, el silencio. Tienes la frente perlada de sudor, la camiseta pegada a la espalda, los pantalones en los tobillos y te tiemblan las piernas, la dignidad huyó hace ya rato, pero nada importa: en lo más profundo de tu alma aflora una luz, una certeza. Te has desembarazado de este peso, de esta sombra, de este horror. Parece que vas a vivir. Hay esperanza. Has sobrevivido a este horror. Increíblemente, Dembélé ha abandonado el Barça, y hay vida ahí fuera.

Y superada la gran misión que ha unido al barcelonismo de bien durante seis insoportables temporadas, uno tiene algunas certezas. Por ejemplo: que no existe palabra para el alivio intestinal cuando se sufre un rapto diarrieco. Que ni orgasmos, ni relajamientos, ni clímax, ni espasmos, ni satisfacción ninguna alcanzan a definir esta blanca luz. En su último partido se definió: gol a pase de Pedri, y a partir de ese momento, decenas y decenas de errores, calamidades, pérdidas de balón. Han sido seis años, hemos estado muy solos, hemos sufrido lo indecible.

Lo cierto es que se veía venir. Dembélé ha sido un recordatorio constante de la figura de Bartomeu, el Destructor de Mundos, el peor presidente que haya conocido este club. 147 millones de euros que pagamos, 147 uno detrás de otro. ¿Qué podía salir mal, si el fichaje lo recomentó Robert? Les cuento de Robert. Sus cartas de presentación para llegar al Barça como secretario técnico fueron haber sido entrenador en las categorías inferiores del Valencia; también pasó por el Orihuela (14 partidos, toda una leyenda) y por el Alzira (26 partidos, a un punto por partido, el puto Bill Shankly). No, no es un chiste: es una tragedia. A Bartomeu le pareció estupendo ese perfil para llevar a cabo su Waco, y aquí que apareció don Robert con todo ese saber atesorado en el Orihuela, y alzó un dedo índice y decidió que el camino eran Coutinho y Dembélé. Robert, no van a creerlo, no está en el City, ni en el Liverpool. Wikipedia no le localiza, Transfermarkt le da por retirado.

Increíblemente este club continúa funcionando.

A Dembélé siempre le odiamos, desde primera hora. Le detestamos por su incompetencia y por su ignorancia, y peor, por el modo en que engañaba a las almas más puras de nuestro rebaño. El regatito de no sé qué, el pepinazo de no sé cuántos. Uno de los peores titulares de la historia de este club. Del odio a las escenas de violencia imaginaria pasamos la noche de Liverpool, la de la última proeza europea de Messi. Un pueblo que se respetara se lo habría hecho pagar en ese instante. Violencia tumultuaria, atenuantes múltiples.

El muy desgraciado tuvo a bien redondear su siniestro periplo por el club admitiendo un día que sus cuatro primeros años se estuvo tocando los huevos. Y luego el lacito de pedirse el 7: hay que ser realmente subnormal para pedir el 7 en el Barça. Realmente imbécil. El siete, ese heraldo de desgracias.

Y para acabar de jodernos, súbitamente le da por entrenar fortísimo y se gana el cariño de sus compañeros, de sus entrenadores, y Xavi lo protege, lo unge, lo eleva a los altares. Al truñaco de Dembélé. Y ahora que ya se va a ese horror de horrores que es el PSG, tenemos que escuchar a la claca de chiflados doliéndose, le señalan como salvador del fútbol, a él, a un tío que promedió un gol cada 277 minutos, una asistencia cada 132. El puto Isaac Cuenca era más productivo. ¡Tello! ¡Halilovic! No importa el negado que citen, nada ha habido por debajo de la cabra francesa.

De Dembélé podremos decir que le odiamos tanto porque fue la Capilla Sixtina de Bartomeu. De Dembélé conviene recordar que su adiós nos dejó un alivio que no conoce nombre, nunca más le veremos, ¡nunca más le veremos!, se nos saltan las lágrimas. Y pronto el olvido barrerá a la furia. Dembélé no habrá sido, y seremos libres, libres del todo. Porque les contaré un secreto: la cadena sí funcionaba.

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